Serge Raynaud de la Ferrière

Los

Propósitos

Psicológicos

Tomo XXXI



Los Templarios











INTRODUCCIÓN



Reedición del libreto XXXI de la serie de Propósitos

Psicológicos del mismo autor,

Trascrito bajo su directa supervisión*



En el libreto XXX de los Propósitos Psicológicos, están citados los TEMPLARIOS como un ejemplo de movimiento cristiano, que fue impregnado de las virtudes del esoterismo del Islam.

Comprendamos bien esto, ya que el hecho de que haya existido una influencia musulmana sobre la célebre Caballería Cristiana, es justamente una de las piezas maestras de la acusación. Ahora bien, las VIRTUDES del esoterismo del Islam (la enseñanza sufí en particular), no son incompatibles con la verdadera comprehensión crística, pues ellas reúnen conjuntamente la Gran Tradición Iniciática con sus Principios Universales y Eternos.

Hemos expuesto ya, en un artículo consagrado a los Templarios, como el Rey de Francia Felipe el Hermoso, ayudado por su compañero de infancia Bertrand de Got, a quien él hizo nombrar Papa bajo el nombre de Clemente V, juraron la pérdida de la Orden de los Templarios.

Se trata sobre todo de un rencor del Rey de Francia, que no habiendo podido pagar las enormes deudas que él había contraído con la Orden del Templo, prefirió hacer condenar y así hacer desaparecer a sus acreedores, antes que reintegrar los préstamos, y sobre todo para no deber ningún reconocimiento a sus benefactores. A la muerte de Bonifacio VIII, el 11 de octubre de 1303, el Rey se apoderó de la elección del nuevo Papa y escogió entre los prelados, al más ambicioso sabiendo que en esta forma el nuevo Papa no podría rehusarle nada. Fue así como colocó sobre el trono de la Santa Sede, a su amigo el Obispo de Burdeos. Por otra parte Clemente V estaba celoso del gran prestigio de los “Fratres Militiae Templi”, así como de la importancia de su movimiento (9000 comandancias organizadas en toda Europa) y, sobre todo, de su rica independencia que escapaba a su autoridad.

Fue entonces que tuvo ocasión, a partir del 14 de septiembre de 1307, la orden de arresto, así como las aprehensiones, las largas torturas, y, en fin, las confesiones arrancadas por la fuerza a los dignatarios de la Orden.

Se inculpó primeramente a los Templarios de sodomía obligatoria, la cual se afirmaba que era notificada a cada nuevo miembro, en la ceremonia de recepción, pidiéndole besar a aquel que lo acogía. Admitamos que si la cosa hubiera sido probada, se trataba solamente de lo que llamamos hoy día: el abrazo. Por otra parte, las tres copias de la regla del Templo, que se conservan aún, señalan la sodomía como una falta capital, que debe ser severamente castigada. (Un manuscrito del siglo XII, conservado en la Biblioteca Nacional de París, ofrece el testimonio de las reglas de los Templarios).

Siguieron otras acusaciones, todas tan falsas como la anterior. Por ejemplo, ese hipotético culto a un ídolo (“barbudo” según unos, “bicéfalo” según otros), el famoso Baphomet, acerca del cual se ha intentado dar tantas explicaciones sin lograrlo. (Se trataría del nombre de Mahoma, pronunciado por ciertos caballeros, y que habría dado nacimiento a la leyenda de que los templarios adoraban la imagen de un cierto Baphomet!).

En fin, se pretendía que los templarios se alejaban de la fé católica… llegándose a decir que renegaban del Cristo! Felizmente, numerosos monumentos permanecen en apoyo de la tesis contraria. Bastaría la torre fortificada de la comandancia de la orden de los templarios en Clarisaye (en la Droma), la cual está coronada con una enorme estatua de la Virgen. Agreguemos la invocación del comienzo del acto de elección de un caballero templario: “Ad Majorem Dei Gloriam – Ad religionis Christianae Templique D.N.J.C. Militiae, Sanctae Catalinae salutem et maximam ilustrationem…”

Sea como sea, la orden del templo, habiendo existido solamente durante dos siglos, vino a continuar alimentando con su moral universal, la Llama Esotérica. Si en su manifestación visible ella se apagó el día del suplicio del Venerable Gran Maestro Jacques de Molay, ha quedado viviente a través de los elementos Iniciáticos que han sabido preservar la Joya de la Santa Verdad.

* * *





LOS TEMPLARIOS



QUISQUE STRUCTUR QUI DOBITIS

ET IDONEITATE QUAE REQUIRUNTUR*



Ante todo, debemos hacer una pequeña aclaración con respecto a la fecha de ejecución del último Gran Maestro de los Templarios: Jacques de Molay. Hemos insistido acerca del hecho de que en realidad se trataba del año 1313, y no del 1314, como está señalado generalmente. (Ver los detalles dados en nuestro capítulo sobre este tema, en “Los Centros Iniciáticos”, Mensaje II, de la serie “Los Grandes Mensajes”).

La explicación hacía resaltar que, en efecto, el comienzo del año caía en semana santa, es decir, que ese nuevo año de aquella época, correspondería al 7 de abril de 1314. Ahora bien, el Venerable de Molay, compareció en el atrio de Nuestra Señora de París, para escuchar la sentencia lanzada contra la orden, el 18 de marzo, fecha que “caería” aún en el año de 1313, si dichas fechas estuvieran relacionadas con nuestros calendario actual.

Pero para comodidad de las narraciones históricas, generalmente se hace corresponder las fechas, según el uso actual, comenzando el año el 1 de enero; así pues el mes de marzo ya no es el último del año como antiguamente1, sino el tercer mes en el año, y por ese hecho se trata más bien del año 1313 (contado a la manera de la época), así como sería el 1314 si nos referimos a las correspondencias actuales.

Pero, hagamos ahora una relación de la época, para ver en qué ambiente se desenvolvía y cuáles eran las razones de la fundación de la orden del templo.

No se debe creer que las expediciones hacia Palestina, sostenidas por el Papa Urbano II, estaban realizadas con la idea de peregrinajes. Desde el siglo IV, numerosos peregrinos se dirigían al descubrimiento de los lugares sagrados. Se trataba sobre todo de empresas escatológicas y políticas a la vez.

Ante todo se aproximaba el año 1.000, que se temía fuese el final del mundo: esa superstición reaparece con la proximidad del año 2.0002. Por otro lado, las sociedades cristianas estaban en controversias en cuanto a su unidad, a los derechos y a los poderes del Vaticano, puestos de nuevo a la orden del día, lo cual suscitó la larga lucha partidista, de los güelfos y los gibelinos. El Papa Nicolás II intervino especialmente contra los privilegios concedidos a los príncipes alemanes, y una treintena de años más tarde, el papa francés Urbano II reanudó la lucha por la independencia del Vaticano, levantándose contra los gibelinos.

Así pues, tanto psicológicamente, como institucionalmente, la cristiandad experimentaba una grave crisis. Los simples creyentes demostraban una mala conciencia, al no hacer nada contra los demonios, contra el anticristo que iba a aparecer en el centro del mundo, es decir, en Jerusalem. Lanzando su llamado para la cruzada, el Papa daba a la vez una razón para creer y esperar. Urbano II, según Foucher de Chartres declaró: “Yo digo a los presentes: yo ordeno a los ausentes: el Cristo manda. A todos aquellos que partían para allá, sea por tierra o sea por mar, sea luchando contra los paganos, a los que vienen a perder la vida, un perdón inmediato de sus pecados les será concedido: yo lo acuerdo para los que van a partir...” De esta manera ir a combatir a los sarracenos, ofrecía una seguridad pontificia de ser un medio de salvación.

En fin, después de muchos deberes y decepciones, los más activos terminaron tomando a Jerusalem por asalto en julio de 1099. Godofredo de Bouillon, elegido rey del pequeño territorio conquistado, rehusó la corona y perduró hasta el último año de su vida, como Abogado del Santo Sepulcro. A su muerte, su hermano le sucedió y él sí ostentó la nueva corona.

Sin embargo, el primer impulso heroico había desaparecido. Ya no se trataba de mesianismo, sino de salvación individual, de peregrinajes que proteger, de estados que establecer o defender. Para aquellos —en su mayoría simples— que permanecieron en las tierras del cercano Oriente, resultaba importante organizar su implantación.

Como muy bien lo escribe uno de ellos, Foucher de Chartres: “Nosotros que éramos occidentales, nos hemos convertido en orientales; el que era romano o franco, se ha convertido en galileo o en habitante de Palestina; el que vivía en Reims o en Chartres, se ve como ciudadano de Tiro o de Antioquía. Ya hemos olvidado el lugar de nuestro nacimiento, y resulta desconocido para varios de nosotros. Hay quien de nosotros, posee ya en este país casas y servidores, que le pertenecen por derecho hereditario; hay quien se ha esposado con una mujer que no es su compatriota, con una siria o una armenia, o inclusive una sarracena. Unos cultivan sus viñas, otros sus campos. Hablando diversas lenguas todos han llegado ya a entenderse… El extranjero es ahora indígena, y el peregrino se ha convertido en habitante. Aquellos que eran pobres en su país, aquí Dios los ha hecho ricos; aquellos que no tenían escudos, poseen aquí un número infinito de bizantinos; aquellos que no tenían más que una alquería, Dios les ha dado aquí un pueblo. ¿Por qué ha de regresar a Occidente, aquel que encuentra el Oriente tan favorable?”

Sin embargo, algunos veían la colonización en Palestina bajo un aspecto mucho más desinteresado. Ese era el caso de Hugo de Payns, caballero champañés, activo y animoso, quien fundó con algunos otros caballeros amigos, una Orden que tomó el nombre del Templo, cuando Baudoin en su calidad de rey de Jerusalem, le asignó una estancia en las inmediaciones de un convento de canónigos regulares, sobre el antiguo sitio del Templo de Salomón.

La primera misión de la Orden y su primera razón de ser, fue la de asegurar la vigilancia de las rutas próximas a los lugares santos, protegiendo a los peregrinos contra los bandidos, velando en las cisternas. Misión sencilla para la cual había que inscribirse seriamente, ligándose con un voto solemne, para combatir dentro de la obediencia, la castidad y la pobreza, a los enemigos de Dios.

En 1118, la pequeña comunidad fue formada oficialmente y los caballeros franceses fueron animados por el Patriarca, quien recibió sus primeros juramentos. Durante su viaje a Francia para reclutar nuevos miembros, Hugo de Payns asistió al concilio de Troyes para hacer conocer la nueva orden, y ahí en 1128, fue fijada la regla de la Orden del Templo, regla de inspiración benedictina. Durante esa misión, H. de Payns no atrajo muchos caballeros, pero conquistó a San Bernardo, que habría de convertirse en el propagador de los templarios.

San Bernardo, fiel a la teoría agustina de las dos espadas - la temporal y la espiritual -, quiso verla empleada por el Vaticano y sus adherentes. El apoyo de San Bernardo y del Vaticano, contribuyó a la gloria de los templarios. Una nueva cruzada fue organizada, siempre con las mismas razones: asegurar las bases de la cristiandad, tanto en Oriente como en Occidente, reforzar el Vaticano, insuflar un espíritu más desinteresado, menos animado de la voluntad de poder personal. Para San Bernardo, la cruzada fue ante todo una penitencia, un medio de salvación individual y ya no una obra mesiánica.

En la segunda cruzada, fueron hechas donaciones importantes de tierras y bienes a los templarios; el Papa instituyó su traje: el manto blanco con la cruz roja sobre el corazón. También les otorgó importantes privilegios: el derecho a percibir los diezmos, los impuestos locales, la independencia con respecto al clero secular del lugar, la posibilidad de establecer iglesias con capellanes elegidos directamente por Roma. Paralelamente, el Templo se convirtió en una oficina de cambios. En efecto, gracias a su implantación internacional, los que partían hacia Tierra Santa, en lugar de incurrir en los riesgos de transportar dinero, hacían en Europa un depósito en una de las casas de la Orden, y cobraban la suma equivalente en Palestina a la presentación de un recibo. Interviniendo con mucha circunspección y precaución, la Orden salvaguardó y fructificó sus fondos tomando sólidas garantías. Así el rey Juan sin Tierra, tuvo que depositar, para asegurar un empréstito, una cantidad igual en oro; en 1240, el Emperador Baudoin III de Constantinopla, empeñó la “Verdadera Cruz” igualmente por la misma razón. La Orden del Templo, parece haber sido empujada sobre esa vía, mucho más por la confianza que inspiraron su disciplina estricta y su probidad, que por cálculo especulativo. Le ocurrió a veces ayudar a los reyes de Francia, de Inglaterra y de Jerusalem, otorgando una fianza a sus empréstitos ante las grandes bancas ordinarias.

Y después, como lo señaló Julio Piquet, la confianza en los banqueros se encontraba seriamente afectada al final del siglo XIII, por una serie de sonoros cracks, de los cuales el más importante fue el de los banqueros italianos Bonsignari, tanto así que en Venecia, la profesión de banquero fue reglamentada de una manera bastante estricta. Por otra parte, la Orden tenía sobre sus competidores laicos, la gran ventaja de constituir un poder independiente, no sometido a las autoridades locales y gozando de la protección de Roma, sin tener que aceptar su tutela”.

Sin embargo, si bien esa función bancaria enriquecía mucho a la orden, ninguno de sus miembros pareció haberla aprovechado. La regla del Templo señalaba por otra parte, que si se descubría dinero en los efectos de un hermano muerto, su cuerpo sería privado de todo servicio fúnebre, de toda plegaria, y puesto en tierra profana como se hacía anteriormente con los esclavos. El Gran Maestro mismo, no debía ser tratado de otra manera si se descubría que él había dispuesto personalmente de sumas no recuperables, sin informar al capítulo. El carácter caballeresco, semi-laico, semi-eclesiástico, constituyó la fuerza del Templo, liberándolo de las más gruesas obligaciones y confiriéndole una excepcional libertad.

Recordemos que la monarquía de Jerusalem era la más republicana y la más democrática de su tiempo. No existían los siervos; los campesinos eran libres. Se respetaban igualmente las creencias y las razas, para el ejercicio de la justicia. Las Salas de lo Criminal de la Corte Burguesa especificaban, que en caso de proceso, el judío debía prestar juramento sobre la Torah, el sarraceno sobre el Corán, el samaritano sobre los cinco libros de Moisés: el Pentateuco, mientras que el armenio, el monofisita sirio, el griego, el nestoriano, el copta jacobino, el abisinio y todos los franceses, lo harían sobre el Evangelio. En resumen, cada comunidad se encontraba respetada. En los edificios religiosos se aplicaba a menudo el simultaneum, es decir, el uso por religiones diferentes.

A la cabeza de los Templarios, los tres personajes decisivos de la Orden en el Oriente, eran el Mariscal, que disponía de las armas y de los caballos, el Senescal, que secundaba al jefe supremo: el Maestro.

Como lo subrayaba ya Henri Curzon, el Gran Maestro era un soberano muy poderoso, pero no absoluto. En efecto, la regla dice que él debe tener en la mano el bastón y la verga, es decir, el cetro y la espada, el poder moral y el poder político. Pero, en verdad, si podía disponer de una parte de los recursos financieros, igualmente debía en la mayoría de los asuntos importantes (ceder una tierra, asumir la responsabilidad de un castillo, decidir un ataque o un armisticio), encontrarse en la obligación de conquistar su capítulo o su Consejo, y someterse a la opinión de la mayoría. En resumen, el Maestro no carecía de medios militares y materiales, pero nada señalaba su autoridad o su carácter espiritual. El aparecía ante todo como un “dux bellorum”, a la manera del legendario Rey Arturo.

Los Maestros, parecían por otra parte más bien desinteresados y desligados del mundo; la preocupación religiosa de la obra a emprender, primaba sobre el apetito de gloria. Así lo indicaba su gonfalón (estandarte) en su divisa: Non nobis, Domine! Non nobis, sed nomini tuo da gloriam! - No es para nosotros Señor! No es para nosotros sino para la gloria de tu Nombre!

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Veamos ahora cómo los templarios, al margen de sus acciones oficiales, recibieron una influencia musulmana y comenzaron a tener más ampliamente una corriente de pensamiento esotérico.

Desde mediados del siglo XII, habían sido establecidas buenas relaciones con ciertos musulmanes. El Rey Balduino II había contraído una alianza con los de Damasco. El Sultán le había enviado como embajador al joven Usama ibn Munqidh, quien evocó en sus memorias sus relaciones con los templarios en Jerusalem:

“Entre los Francos, aquellos que están desde hace largo tiempo establecidos entre nosotros, y que han frecuentado la sociedad de los musulmanes, son muy superiores a los que han venido a unírseles más recientemente”. Cuenta además esta anécdota: “Yo vi a uno de los Templarios reunirse con el Emir Mohy Ad-Din cuando él estaba en el Domo de la Roca. “Quieres, le preguntó el Templario, ver a Dios (Allah) niño?”. “Sí, por supuesto”, respondió Mohy Ad-Din. El Templario nos precedió hasta mostramos la imagen de María con el Mesías en su regazo. “He aquí, dijo el Templario, a Dios Niño”. Pueda Allah elevarse por encima de lo que dicen los impíos”.

El gesto del Templario se comprende doblemente. Primero, porque tanto la Virgen Santa tiene su lugar en el Qorán, así como el Cristo, que se encuentra mencionado allí con el título de profeta. Segundo, porque la Orden del Templo estaba establecida —como su regla lo recuerda— “en honor de Nuestra Señora”; la mitad de las plegarias invocadas cotidianamente eran consagradas a la Santa Virgen y debían ser recitadas de pie. ¿Por qué? Porque, dice la regla, “Nuestra Señora fue el comienzo de nuestra religión, y en ella y en honor de Ella, estará, si Dios quiere, el final de nuestra religión, cuando Dios quiera que eso sea”.

Esta frase curiosa parece indicar que, para ellos, la Santa Virgen simbolizaba la unión entre la voluntad divina y la tierra, determinando tanto la vida individual como la vida religiosa.

Es preciso citar aquí, la relación de los Templarios con la secta ismaelita de los Assacís, la más legendaria (de la cual se ha hecho una broma pesada llamándola, de los “asesinos”..), y que en su origen era más bien la secta de los Hashshashin. (Assacís o Asassis es probablemente una transcripción del plural del árabe Assas = guardián). Su célebre fundador, el Anciano de la Montaña, el cheik Djebal Hassan Sabah, se distinguía porque sin moverse de las alturas de su castillo de Almout, dirigía todas las acciones de aquella Caballería de Oriente.

Si bien nada indica una unión estrecha entre los templarios y las sectas islámicas, no deja de ser cierto, que los caballeros establecidos en aquel ambiente, seguramente no debieron permanecer ignorantes de los ritos y del pensamiento religioso local, y de los cuales ellos podían inclusive sufrir la influencia. Ya que, como también lo señala Alberto Ollivier (en “Los Templarios”, Ed. Seuil, Paris 1958): “Contrariamente a lo que se cree, o se ha escrito a menudo, el final del siglo XII, como el XIII, lejos de estar animado por una creencia católica sin enfrentamiento y sin conciencia, conocía, si no un cuestionamiento, por lo menos perspectivas diferentes”. Es muy típico ese manuscrito anónimo del final del siglo XII, que se estima proviene de España, en el cual el autor, visiblemente cristiano, cita dentro del número de los “legisladores justos, muy sabios e iluminados de Dios, a Moisés, Mahoma y al Cristo, este último más fuerte y más elocuente que los otros dos”.

Se siente nítidamente una tendencia a universalizar las creencias, el movimiento de una Gran Fraternidad estaba ya en las ideas; nada tenía de sorprendente entonces, que los templarios se sintieran invadidos por este pensamiento.

Innegablemente, a las corrientes del pensamiento neoplatónico, aristotélico, mazdeo, coránico, gnóstico y maniqueísta, no les faltaba vigor. En todas, la primera preocupación era la de la esencia, es decir, de la metafísica, así como la nota dominante era de un deísmo puro, es decir más allá de las encarnaciones.

A. Ollivier agrega, que puede decirse por ello, que los templarios, influenciados por el tiempo y los lugares, adoptaban en forma secreta el simple deísmo, es decir el maniqueísmo, como muchos lo han descrito, principalmente en el siglo XIX). Sin embargo, ningún documento permite afirmarlo. Sería normal que los caballeros hubieran podido ser influenciados a través del tiempo, e inclinados a nuevos sentimientos, pero jamás fue hallada ninguna prueba que indicara que ellos hubieran perdido la línea recta de conducta que originalmente trazaron y no se ha podido mostrar ni una sola pieza o documento que lo indique; no obstante, como se trata de una tradición esotérica, nada tiene de sorprendente que entonces la transmisión se haya hecho por el método oral, o sea de labio a oído, de Maestro a discípulo.



* * *





Cuando se trata de recibir a un nuevo hermano, el Maestro o su representante, reúne al Capítulo para someter a su aprobación el nombre del postulante y recoger la opinión de la mayoría. Cuando ésta se ha pronunciado afirmativamente, el Maestro plantea nuevamente su pregunta: “Hermosos señores hermanos, vosotros veis que la mayoría se ha puesto de acuerdo para hacer de este un hermano. Si hubiese entre vosotros alguien que conociese de él algo que le impida ser hermano, según la regla, que lo diga, ya que sería mejor que lo dijera antes y no después de que él haya venido ante vosotros”.

Si nadie se opone, se va a buscar al postulante para conducirlo a una cámara, donde dos caballeros “de los más antiguos de la casa” van a someterlo a una primera prueba. Ante todo, ellos le plantean la pregunta tradicional:

“Hermano, ¿tú pides la entrada a nuestra compañía?”

Después de su respuesta, ellos le muestran “las grandes durezas de la casa y los mandamientos de caridad que existen”. Si él no está descorazonado, ellos se aseguran por medio de un nuevo cuestionario, de que él no tenga “esposa o novia”, ni deudas que no pueda pagar, que no esté ligado a otra Orden por algún “voto o promesa”, que tenga buena salud y, en fin, que no sea “siervo de nadie”.

Habiendo recibido las seguridades necesarias, los antiguos de la Orden regresan para informar al Capítulo. Entonces, el Maestro, por tercera vez, pregunta si alguien tiene alguna objeción que hacer. En seguida, él se vuelve hacia los hombres íntegros:

“Queréis que se le haga ir a Dios?”

“Hacedlo ir a Dios”, deben responder los introductores.

Tras de lo cual ellos regresan a la cámara del candidato, al que preguntan: “Sois de buena voluntad?” Después lo conducen al Capítulo, tras de haberle enseñado cómo “portarse”. Ahí el postulante arrodillado, con las manos juntas ante el que preside, debe declarar: “Señor, he venido delante de Dios y delante de vosotros y delante de Nuestra Señora, y os pido y os requiero por Dios y por Nuestra Señora, acogerme en vuestra compañía y darme parte de los beneficios de la casa, como todo aquel que para siempre quiere ser siervo y esclavo de la casa”.

Y el Maestro del Capítulo replica:

“Hermoso hermano, vos requerís muchas cosas, ya que de nuestra Orden no veis sino la corteza que está fuera. La corteza es, que vos nos veis tener hermosos caballos, hermosos arreos, beber bien y comer bien, tener hermosos vestidos, y os parece que os encontraréis a vuestro gusto. Pero no sabéis los duros mandamientos que existen por dentro: ya que es cosa dura que vos no seáis dueño de vos mismo, que os hagáis siervo de otro. Ya que será con gran pena, que haréis aquello que queráis: ya que si queréis estar en la tierra más acá del mar, se os mandará más allá; o si queréis estar en Acra se os mandará a la tierra de Trípoli o Antioquía, o de Armenia, o se os mandará aun a Sicilia, o a Francia, o a Inglaterra, o a varios otros lugares donde tenemos casas y posesiones. Y si queréis dormir, se os hará velar, y si queréis velar se os mandará a reposar”.

Después de la respuesta afirmativa del candidato, el Maestro le repite que él no debe entrar en la Orden para buscar ventajas y notoriedad, sino para desligarse del pecado de este mundo, servir a Nuestro Señor, ser pobre y hacer penitencia en este siglo, a fin de salvar su alma. En fin, el Maestro somete al nuevo hermano a las últimas promesas.

“Ten presente hermoso hermano, ten presente y escuchad bien lo que te vamos a decir: ¿prometéis vos a Dios y a Nuestra Dama, que en adelante todos los días de vuestra vida, seréis obediente al Maestro del Templo y a no importa qué Comendador que estará más arriba de vos?”

—Sí, Señor, si place a Dios.

“Prometéis además a Dios y a la Señora Santa María, que en adelante todos los días de vuestra vida viviréis sin bienes propios?”

—Sí, Señor, si place a Dios.

Otras promesas están aún por hacer, en lo concerniente a los buenos usos y a las buenas costumbres de la Orden: no abandonar la Orden, no suplantar en la propiedad de sus bienes a ningún cristiano que hubiese sido privado con razón o sin ella, de sus bienes, etc.

Y el Maestro termina: “Y vos también, admitidme en todos los beneficios que vos habéis hecho o que haréis. Y así, nosotros os prometemos pan y agua, y la pobre ropa de la casa y mucha pena en el trabajo…”

El Comendador coloca el manto sobre el que acaba de ser promovido a Templario, el hermano capellán dice el salmo Ecce quam bonum y la oración del Espíritu Santo, mientras que todos los hermanos recitan el Pater Noster. Finalmente el Maestro hace levantarse al nuevo Templario, lo abraza y declara:

“Hermoso hermano, el Señor ha satisfecho vuestro deseo y os ha puesto en tan bella compañía, como es la de la Caballería del Templo, por lo cual vos debéis hacer un gran esfuerzo, para guardaros de no hacer jamás aquello por lo cual os acaecería perderla, de lo cual Dios os guarde. También os diremos las cosas que acordemos tocantes al hábito y a la exclusión de la Orden”.

La vida cotidiana del templario se encontraba caracterizada por numerosas obligaciones. Ante todo, en las comidas: debían abstenerse de comer carne tres días por semana y observar dos cuaresmas en el año, la primera desde el lunes antes del día de las Cenizas hasta la Semana Santa, la segunda desde la fiesta de San Martín hasta la Navidad (a menudo, muchos de los templarios eran enteramente vegetarianos).

En cuanto a las plegarias, las comenzaban dos horas antes del día. Los templarios recitaban 26 plegarias: 13 para Nuestra Señora y 13 para la jornada, después 30 plegarias para los muertos y 30 para los vivos. Al despuntar el alba, el templario asistía a la misa. Varias veces durante el día, debía hacer 14 plegarias (7 para Nuestra Señora y 7 para la jornada).

La regla contenía por supuesto un código penal: estaba absolutamente prohibido alejarse del campamento, beber vino, jugar, herir, matar, perder un esclavo, o a una bestia. Nueve casos implicaban la exclusión de la Orden: el uso de la simonía en el acceso a la orden, la revelación de las cosas dichas o hechas en el capítulo, el asesinato de un cristiano, el robo, la traición por huída delante de los sarracenos, la herejía, la mentira, la sodomía, la evasión de una casa del Templo. Para los asuntos más graves (un homicidio por ejemplo), la pena podía consistir en prisión perpetua en alguno de los castillos fortificados.

Como se ve, no se trataba de una caballería de placer y de aventura. Lejos de ser puramente decorativo, el carácter religioso de la Orden se traducía en obligaciones numerosas y en disciplina severa. Pero A. Ollivier hace notar que de todo ello nada dejaba entrever su esoterismo.





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¿Es preciso buscar una luz por el lado de las novelas de la Mesa Redonda y del Graal? Ya se ha señalado que en su etapa inicial, la novela expresaba una concepción del hombre en la búsqueda de su propio destino, a través de la aventura de la vida, principalmente en Chretien de Troyes, quien escribió a finales del siglo XII. Generalmente se considera que la palabra Graal y su significación se debieron a él, quien se inspiró en las leyendas célticas.

En 1102, es decir, mucho tiempo antes de Chretien de Troyes, tomaron Cesárea algunos cruzados franceses y genoveses, los cuales se dividieron el botín. Los genoveses recibieron, por su parte, un vaso que se hizo célebre y fue llamado el Santo Graal.

Pero el único novelista que presentó sus caballeros como “Templarios”, fue el poeta bávaro Wolfram von Eschenbach, quien escribió a comienzos del siglo XIII y declaró tener la historia de “Kyot der Provenzal”, la cual encontró en Toledo en un viejo manuscrito. “Un pagano llamado Flegetanis, había adquirido un alto renombre por su Saber. Este gran conocedor pertenecía a la línea de Salomón... Fue quien escribió la historia del Graal... El pagano Flegetanis, examinando las constelaciones descubrió profundos misterios, de los cuales no habla sino temblando. Decía él, que había un objeto que se llamaba Graal. Había leído claramente ese nombre en las estrellas. Un grupo de ángeles lo había traído a tierra, pero él se había elevado más allá de los astros…”

Sin embargo, sería necesario hacer notar que el término Flegetanis es una torpe trascripción de Falak-Thani, expresión árabe que designa el segundo cielo, el de Mercurio-Hermes, el cual está situado bajo la invocación del “mensajero de los dioses” con S. Aissa, es decir Jesús. Este segundo cielo es aquel donde por excelencia, se ligan el Islam y la Cristiandad; él impera en la vida y en el conocimiento espiritual. Ahora bien, toda esta óptica de astrología sagrada, se encuentra confirmada por el pasaje citado arriba.

En Eschenbach, el “Graal” ya no es una Copa, sino una piedra sagrada, una “Piedra Filosofal” venida del cielo. El ermitaño que revela el misterio a Parzival le dice: “Valientes Caballeros tienen su residencia en el castillo de Montsalvage donde se guarda el Graal. Son Templarios, quienes van a menudo a cabalgar lejos, en busca de aventuras. Cualquiera que sea el resultado de sus combates, gloria o humillación, ellos lo aceptan con un corazón sereno, en expiación de sus pecados. En este castillo reside un grupo de fieros guerreros... Todo aquello de lo cual ellos se nutren, les viene de una piedra preciosa que en su esencia es toda pureza. Se le llama “lapsit exillis” (¿sería preciso leer lapis exillis la piedra exigua o más bien lapis elixir: la piedra filosofal?). Es por virtud de esta piedra, que el fénix se consume y se convierte en ceniza; pero de las cenizas renace la vida: Es gracias a esa piedra que el fénix cumple su cambio de plumaje, para aparecer en seguida tan hermoso como siempre... Esta piedra da al hombre tal vigor, que sus huesos y su carne encuentran de inmediato su juventud. Esta piedra lleva también el nombre de Graal”.

En fin, que haya habido en efecto un esoterismo cristiano, comparable a los esoterismos hebraico, islámico y otros, no es refutable y la leyenda del Graal no es la prueba menor. En cuanto a la verdadera naturaleza de esa enseñanza, la confrontación de los principales datos, dados por el contexto general del ciclo, permite concluir sin equívoco: se trata en efecto de una doctrina definida (simbolizada por un libro en Robert de Borón y expuesta en el Gran San- Graal, a través de un Maestro, por Chretien de Troyes y Wolfram von Eschenbach), recibida por tradición, y altamente secreta (el gran Secreto que se llama el Graal, dice Robert).

Esta doctrina concierne a un misterio presente sobre la tierra con la plenitud de su virtud celeste, la cual no es accesible sino por la vía de la calificación y en peligro de muerte. Noción capital, unánimemente afirmada por las diferentes versiones, de las cuales ella es el fundamento común. En ese misterio, cuyo soporte y signo es un objeto muy santo (la Copa que ha contenido la Sangre de Cristo o la Piedra descendida del Cielo), la esencia misma de la Revelación se comunica “abiertamente”. Él es Verbo (las “santísimas palabras”), Luz (él es visto y él aclara) y Vida (es ofrecido a los elegidos en la Cena primordial, arquetipo paradisíaco de la comunión eucarística). Él puede ser presentido a partir de un cierto grado de avance en la Vía (en la Queste –Búsqueda-, él se muestra a los Caballeros de la Mesa Redonda. Tanto en Chretien como en Wolfram, el Graal se deja ver de Parzival durante su primera estadía en el Castillo del Graal, etc…) y ciertos medios técnicos, permiten acercársele por ejemplo la oración secreta de Chretien de Troyes, o la invocación de aquellos nombres del Señor que son temidos.

Y se agrega que la Búsqueda es por definición una vía activa de acceso a lo Divino, y que esta Vía está reservada a los únicos Caballeros de la Mesa Redonda, institución central de la caballería terrestre, cuyo carácter iniciático no podría ser refutado. Aun los mismos Iniciados de la Mesa Redonda, no entraban sino por elección, y por encima de su propia iniciativa. Ese sendero no tenía, en fin, nada de azaroso ni de individual, sino que conducirá al héroe elegido a través de las pruebas predestinadas, típicas y sobrenaturales hasta el grado supremo y a la vez sacerdotal y real de la Caballería Celeste.

Se juzgará quizás que hay pruebas más numerosas que las que se necesitan, pero la enseñanza del Graal es evidentemente un magisterio esotérico. Según Pierre Ponsoye (en “El Islam y el Graal”) es precisamente esta cualidad la que lo hace legítimamente diferente de la Iglesia, sin contradecirlo por ello, ni jamás discutir su ortodoxia. Es esa cualidad, por otra parte, la que rinde cuenta de la universalidad del Graal y de las fuentes no cristianas del origen de su leyenda.

Hoy se sabe que el cristianismo y el islamismo, no tuvieron solamente intercambios y contactos superficiales, sino una verdadera conjunción espiritual en la que la intelectualidad islámica jugó, durante siglos, el papel de inspiradora y de guía.

“La primera ilusión por disipar, ha escrito Etienne Gilson, es la que nos representa el pensamiento cristiano y el pensamiento musulmán, como dos mundos de los cuales se podría conocer uno e ignorar el otro” (Archivos de historia doctrinal del Medioevo, II, 1927). Esta indicación no expresa todo su sentido, si uno no la relaciona con la siguiente, hecha por el mismo autor: “Es un hecho de considerable importancia para la historia de la filosofía medieval en Occidente, que su evolución se haya retardado alrededor de un siglo, con relación a la correspondiente evolución de las filosofías árabe y judía”.

El R. Padre M. D. Chenu, constata por su lado que “las síntesis de un Alberto el Grande, de un Tomás de Aquino, de un Scot, implican una referencia substancial, histórica y doctrinal, a las obras de Al Kindi, de Alfarabi, de Avicena, de Algazel, de Averroes”.

Este aporte intelectual estaba muy lejos de limitarse por otra parte a lo escolástico, pero fuera de los raros eruditos como Fauriel, fue preciso esperar a nuestra época para que algunos historiadores imparciales comenzaran a reconocer su profundidad y extensión. Ver por ejemplo Joseph Calmette (en Historia de España): “Habría podido parecer a priori, que la oposición de las religiones levantaría un obstáculo insuperable a la influencia recíproca de las culturas. Pero ni más ni menos que en Siria, el obstáculo tampoco operó sobre el suelo ibérico. El fenómeno que uno constata, es el de una acción mutua, continua, penetrante, de las civilizaciones que están en contacto... Acción mutua, diríamos nosotros, en la cual el elemento musulmán fue mucho más eficiente... Es el Islam el que aportó los elementos activos, y es el mundo cristiano el que asimiló la influencia”.

Esos “elementos activos” han interesado varios órdenes del conocimiento, desde la teología mística, en el sentido mencionado anteriormente (Miguel Asin Palacios ha puesto en evidencia principalmente la irradiación en profundidad en las escuelas Sufíes en España, así como de obras como las de Al-Ghazzali, Ibn Masarra, Muhyi-d-Dîn Ibn ArabÎ), las ciencias, (medicina, astrología venida de Caldea, geometría transmitida de los griegos, álgebra —Al-Gebria— transmitida por los hindúes, etc.) y las artes. De manera que, como dice M. Rodinson, “la ciencia occidental de esa época es una ciencia toda ella árabe” (Revista de historia de las Religiones, 1951).

En árabe, fueron transmitidos por España, Sicilia y Egipto, en el siglo XIII, los tratados fundamentales de Ptolomeo (la óptica) y de Euclides (los elementos de geometría), que estimularon tantas especulaciones acerca de la naturaleza del mundo físico en Chartres y en Oxford; resultaban ante todo líneas, ángulos y figuras que “valent in toto universo”.

La obra de Villard de Honnecourt (s. XIII) ilustra íntegramente’ en el plano artístico, acerca de estas huellas, y de las respuestas a la civilización islámica, de la cual el desarrollo de los templarios constituye en un orden del todo diferente, otro ejemplo memorable.

A través de las cofradías de los constructores y de la orden del Templo, se encuentra el plano verdadero donde se efectúa esa conjunción espiritual de que hemos hablado, es decir, el único en el cual ella fue orgánicamente posible: el plano esotérico. Las cofradías de los constructores —como la Orden del Templo— eran organizaciones Iniciáticas en las cuales los medios y los fines, no eran de una estética religiosa cualquiera, sino de un arte sagrado en el pleno sentido metafísico de la palabra. Al constatarse huellas de influencia islámica, queda excluido que ésta haya actuado por vías profanas y, además, que haya sido a través del plano de una profunda división intelectual.

Hay un hecho que por sí solo bastaría para testimoniar dicha conjunción: es la transmisión por la vía islámica y la incorporación al esoterismo cristiano, de la tradición hermética con su método operativo principal: la alquimia. La simple lectura de las obras de los alquimistas musulmanes y cristianos, si bien no permite evidentemente penetrar el secreto de su magisterio, basta para constatar que es el mismo en ambos casos, y que existe entre ellos una continuidad de tradición, y una identidad de doctrina y método que ignoran enteramente las diferencias exteriores de los dogmas. Esta continuidad y esta identidad se afirman, además, en la terminología técnica (alquimia, elixir, alkahest, lambic, aludel, etc... que son palabras simplemente transcritas del árabe), sin hablar del testimonio de los alquimistas cristianos, que no tenían ninguna dificultad en reconocer la autoridad de los maestros musulmanes, como en el caso de Roger Bacon quien llamaba a Geber Abou Moussa Jaafar el Sufí (primer autor conocido de obras alquímicas), el “Maestro de los maestros”.

En resumen, por sorprendente que esa conjunción pueda parecer a priori, no es preciso comprenderla con un sincretismo vulgar, pues no es en verdad diferente de la que ya unía al esoterismo islámico al esoterismo judío, fundado sobre la Torah y la Qabbalah. No es más que la manifestación normal, aunque necesariamente escondida, del misterio de unidad que liga metafísica y escatológicamente todas las revelaciones auténticas y especialmente el judaísmo, el cristianismo y el islamismo, herederos comunes de la gran tradición abrahámica.

Copa profética de los celtas, Vaso* colmado de la Sangre Divina, o piedra de revelación descendida en el cielo oriental, el Graal es el signo de ese misterio, transmitido en secreto desde el fondo de las edades y portador de esta misma luz primordial, de esta “Luce intellectual piena d’Amore” como Dante consideraba el Paraíso y que en un momento elegido, el Occidente se asombró de ver brillar en su propio corazón.

La leyenda del Graal, la más prestigiosa quizás, que se haya jamás ofrecido al pensamiento orante, ha aparecido al final del siglo XII de una manera imprevista, reivindicando al mismo tiempo una larga y secreta tradición. Tres novelas forman la primera y más bella floración en muchos aspectos. Ellas son: Perceval li Gallois o Conte del Graal, de Chretien de Troyes, la Estoire dou Graal (Historia del Graal) de Robert de Boron, y el Perzival de Wolfram von Eschenbach.

Una de estas tres novelas, la de Chretien, ha permanecido inconclusa, y calla sobre los orígenes del Graal. La otra, la de Robert, pone en escena con el nombre de Graal, el vaso que sirvió para instituir la Cena y donde José de Arimatea recogió la sangre de Cristo. En cuanto a Wolfram, hemos visto lo que él relata sobre Kyot, el maestro muy conocido a quien encontró en España (Toledo) a través de manuscritos abandonados. El tema de esa aventura esta citado en escritura árabe.

Hemos visto también que el nombre de Flegetanis podría ser en realidad el título de un libro árabe: Falak-Thâni, que trata de una enseñanza tradicional secreta, ya que dicha palabra en verdad, también designa un libro Y A LA VEZ un hombre, o con más exactitud la organización de la cual el libro o tal hombre era el intérprete. Se podrá observar, además, que habiendo hecho alusión a un manuscrito, Wolfram habla de Flegetanis como de un hombre viviente, y relata sus palabras como una enseñanza oral. Lo importante no es pues saber si se trata de un libro o de un hombre, sino más bien saber si Flegetanis es auténticamente la transcripción del árabe Falak-Thâni, que se traduce por segunda esfera o segundo cielo planetario. En todo caso la cuestión está admitida hoy por la mayoría de los comentadores.

Una de las más altas categorías Iniciáticas del Islam está constituida por los Abdâl (solitarios), en singular Badal. “Los Abdâl, dice lbn ´Arabî, son siete, nunca más ni menos. Para ellos, Allah vela sobre los siete climas terrestres. En cada clima hay un Badal que lo gobierna”. Cada uno de los climas corresponde respectivamente a uno de los siete cielos planetarios y el Badal que lo gobierna es el representante sobre la tierra del Polo (Qutb) del cielo correspondiente. La segunda esfera planetaria es el cielo de Mercurio. El polo (Qutb) de dicho cielo, del cual es Seyidnâ Aissa (Jesús) su representante sobre la tierra (el sexto clima), tiene en el marco del Islam una función más particularmente crística y en afinidad especial con el cristianismo.

En lo que se refiere al anonimato de este Maestro, velado bajo el pseudónimo de Kyot, no puede sorprender que los ignorantes sólo vean en la leyenda del Graal una ficción de invención individual. En realidad, se percibe que no era necesario que Kyot escribiera para ser invocado como una autoridad (lo contrario sería más verdadero quizás), ni tampoco que esa autoridad fuese en realidad la de un hombre como tal, por grande que él hubiera sido, sino la de una tradición verídica.

Los contactos tomados por Kyot en España con los musulmanes son tanto más plausibles, puesto que existen ejemplos célebres (Gerbert de Aurillac, quien bajo el nombre de Silvestre II debía ser el Papa del Milenio, Raymond Lulle, Brunetto Latini, etc.). K. Bartsch, uno de los más sagaces documentadores del Parzival, vio el origen inmediato de la leyenda, dado que fue llevada del Oriente por los árabes. Algunas versiones señalan por otra parte, que la raza elegida de la cual desciende Titurel, ancestro de Parzival, es originaria de Asia. Se ha dicho que el abuelo de Titurel estuvo en Europa en tiempos de Vespasiano, después de haber sido convertido al cristianismo y de haberse establecido al noroeste de España, donde sometió diversos reinos con la ayuda de los provenzales. No es indiferente hacer notar, por otra parte, que debido a las marchas en Portugal y en España, así como en el Languedoc, estos fueron los primeros países de Europa donde se instalaron los Templarios.3

Wolfram era caballero y muy probablemente estaba afiliado a la Orden del Templo, la cual él identifica abiertamente con la Orden del Graal. En fin, Kyot debía tener con ella relaciones muy estrechas, puesto que no representa simplemente la autoridad espiritual del Templo.

Friedrich von Schlegel declaró hace tiempo: “Se puede admitir que estos poemas (de la Mesa Redonda), no solamente expresaban el ideal propio de un caballero religioso, sino que contenían también un gran número de ideas simbólicas y de tradiciones particulares pertenecientes a algunas de esas órdenes, sobre todo a la de los Templarios... De todos los poetas alemanes de esa época, el más hábil fue Wolfram von Eschenbach. Entre las historias de la Tabla Redonda, él escogió particularmente las que he señalado anteriormente acerca de las alegorías de la caballería religiosa. Ellas no deben ser consideradas como un capricho del autor o como un juego de su imaginación, sino que parecen por el contrario relacionarse con las tradiciones simbólicas de los Templarios”.

La identificación de la Orden del Graal con la del Templo, en el Parzival, no deja en efecto ninguna duda. Trévrizent dice a Parzival: “Valerosos caballeros tienen su morada en Montsalvage, donde se guarda el Graal. Son los Templarios, que van a menudo a cabalgar a lo lejos en busca de aventura... Ellos viven en relación con una Piedra: su esencia es toda pureza”.

Ahora bien, además de su función principal de asegurar la conservación y la guarda del Graal sobre la tierra, los Caballeros de Montsalvage tenían la de propiciar el reino efectivo de Dios sobre las naciones, dándoles reyes elegidos por Él: “Sucede a veces que un reino se encuentra sin amo, y si el pueblo de ese reino está sometido a Dios, y si desea un rey escogido en el grupo del Graal, se realiza ese deseo. Es preciso que el pueblo respete al rey así escogido, ya que él está protegido por la bendición de Dios. Es en secreto que Dios hace surgir a sus elegidos”.

Este esquema de una organización teocrática de la Cristiandad, a través de un escogido grupo iniciático que reúne el doble poder: el sacerdotal y el real, no es otro que el del Santo Imperio que los herederos de la Orden del Templo encontraron en su sucesión. Se tenía ahí, el doble aspecto, ascendente y descendente, de una misión misteriosa, de la cual tomaremos el sentido de quien hizo dar a la Orden su constitución, del que fijó su regla y no cesó de ser su protector y su inspirador, al mismo tiempo que la más alta autoridad espiritual y árbitro de la cristiandad de su tiempo: San Bernardo, quien designa la Orden bajo el nombre de militia Dei, y a sus miembros bajo el de Ministros de Cristo (minister Christi). En tales labios, no se trataba de fórmulas vanas. Para él, como para Dante más tarde, se trataba evidentemente de una milicia santa, de la armada privada de Dios (privée mesnie de Dieu), que realizaba, por una especie de paradoja espiritual, que la situaba aparte y por encima de los hombres, la síntesis de las grandes antinomias de la acción y de la contemplación en una vocación única, y al mismo tiempo un doble renunciamiento, que es el de los elegidos apocalípticos: “A aquel que ha hecho de nosotros, reyes y sacerdotes para Dios su Padre. . .“ (Apoc. I, 6).

Para San Bernardo, la residencia real de la militia Dei no era de este mundo, sino que era el Templo de la Jerusalem espiritual: “Es verdaderamente el Templo de Jerusalem, en el cual ellos habitan también, y sin embargo es evidente que en otro sentido no se trata de aquel mismo Templo de Jerusalem, y que en relación con la construcción del Templo antiguo y muy venerado de Salomón, el suyo no es inferior en relación con la gloria... La belleza del primero estaba hecha de cosas corruptibles; la del segundo era la belleza de la Gracia, del culto piadoso de los que la habitan y la de la más regular de sus moradas (ordinatissima conversatio).4 Se reconoce ahí, tanto el templo del Graal como el templo del Espíritu Santo de los rosacruces.

Jules Michelet dice a propósito de esto, con penetración y sin dudar del alcance de su observación: “Este nombre del Templo era sagrado no solamente para los cristianos. Expresaba para ellos el del Santo Sepulcro y, a su vez, recordaba a judíos y musulmanes, el templo de Salomón. La idea del templo, más alta y más general aún que aquella de la iglesia, se elevaba, en cierta manera, por encima de toda religión. La iglesia envejecía, el Templo no. Contemporáneo de todas las edades, era como un símbolo de la perpetuidad religiosa”.

Todo el simbolismo de la Orden evoca, además, la doble noción del centro espiritual, fuente de los dos poderes y de la meditación temporal-espiritual: el famoso Beaucéant (o Baucent), el cual era mitad negro y mitad blanco, colores cuyo profundo simbolismo hemos explicado varias veces (en particular en nuestra obra “Libro Negro de la Francmasonería”). El manto blanco, signo de investidura, de atribución de estado y de función, era un privilegio exclusivo que la Orden tenía que defender a veces. “Y a nadie, dice la Regla, le es otorgado el tener blancos mantos, salvo a los mencionados Caballeros de Cristo. Aquellos que han abandonado la vida tenebrosa, reconozcan estar reconciliados con su Creador, por el ejemplo de las vestiduras blancas”.

Las vestiduras blancas los designaba, expresamente en su siglo, como los “separados de la masa de perdición”, según las palabras de Inocencio III, y alineados desde este mundo entre aquellas “gentes vestidas de blanco”, que están “delante del Trono de Dios y le sirven día y noche en su Templo”, y sobre quienes “Aquel que se sienta sobre el Trono establecerá su Presencia (Shekinah)” (Apocalípsis VII, 13 -16). No solamente como reconciliados, sino como reconciliadores.

La cruz de ocho puntas, con la cual estaba cargado el manto, agregaba a la significación central de la cruz el simbolismo mediador del número ocho, y unía al blanco del conocimiento, el rojo del Santo-Amor invocado en su grito de guerra.

El doble aspecto de convivencia central y de mediación sacerdotal aparece también en la selección del salmo de la investidura, el salmo 133 del salterio romano: Ecce quam bonum et quam jucundum habitare fratres in unum...




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Uno de los rasgos más sorprendentes de la virtud de la Santa Milicia y de la disponibilidad espiritual de la Edad Media, es la situación privilegiada, inviolable y soberana, que los papas, los príncipes y los pueblos habían, espontáneamente, acordado asegurarle dentro del orden cristiano. Corno lo señala muy perspicazmente A. Ollivier, tal acuerdo no habría podido hacerse y mantenerse durante más de dos siglos, en contra de derechos e intereses civiles y religiosos, tan diversos como poderosos. La evidencia mostraba aquí con fuerza apremiante, que la Orden del Templo no había solamente pretendido ser, sino que HABÍA SIDO, a los ojos de todos, la “armada privada de Dios”.

Tras de su fundación en la oscuridad y la pobreza, diez años después, en 1128, un concilio se reunía especialmente para precisar su constitución y fijar su regla, así como confirmar a sus miembros “el hábito que ellos mismos habían tomado”. Desde 1129, San Bernardo respondió a través de su autorización en De Laudea, el requerimiento de aquel a quien él llamaba carissimus meux Hugo, Hugo de Payns, el primer Gran Maestro, haciéndole comprender claramente la naturaleza real de su combate, y que la guerra corporal no era sino ocasional y simplemente un símbolo. Desde 1139, en la bula Omne datum optimum, Inocencio II afirmaba: “Caballeros del Templo: es Dios, El mismo, quien os ha constituido en los defensores de la Iglesia y en los asaltantes de los enemigos de Cristo”, y fijó definitivamente sus estatutos y prerrogativas, a las cuales sus sucesores agregaron siempre privilegios que jamás se llegaron a suprimir.

Les fueron acordados los más grandes y magníficos privilegios, dice Michelet. Ante todo, no podían ser juzgados sino por el papa, pero un juez situado siempre tan lejos y tan encumbrado, no llegaba jamás a ser reclamado, por lo cual los templarios quedaban como los propios jueces en sus causas. Precisemos que el recurso ante el papa, no tenía lugar sino por causas exteriores. Los hermanos no dependían sino del Gran Maestro. En cuanto a éste, la Orden era soberana y se tenía por superior a los príncipes. Nadie, laico o eclesiástico, podía pretender el homenaje del Gran Maestro. Sus establecimientos eran inviolables, poseían el derecho de asilo, estaban libres de todo impuesto, y bajo la protección directa de la Santa Sede. Nadie podía inhibir ni excomulgar a un templario.

“El Gran Maestro no era confirmado por la Sede Apostólica, escribe Marion Melville, pero su elección, por sí misma, le aseguraba el pleno derecho de ejercicio”. Su autoridad era absoluta y sus órdenes estaban consideradas como sagradas y provenientes directamente de Dios. La Regla era, así mismo, objeto de un respeto que, dice el mismo autor, “semejaba singularmente el respeto del Islam por el Corán”.






La situación extraordinaria del Templo, en el sentido real de la palabra, no era a su vez más extraordinaria que la sanción a la soberanía espiritual de la Orden, y un sinnúmero de grandes personajes la reconocieron así, por el hecho de haberse afiliado. Tal parece ser el caso del mismo Inocencio III, según una de sus bulas. También lo fue seguramente el emperador Enrique VII de Luxemburgo.

En cuanto a Felipe el Hermoso, se presentó como candidato, pero no fue aceptado.

Numerosos fueron los que hicieron profesión de consagrarse al Templo en aquel final de siglo, con el propósito de tomar parte en aquel otro mundo de los “beneficios” de la Casa.

He ahí algunos rasgos que hacen suponer el lugar que la Orden del Templo tenía en la jerarquía real de la cristiandad. René Guénon dice respecto a esto, que la Orden era “por su doble carácter religioso y guerrero, una especie de lazo entre lo espiritual y lo temporal, aun cuando este doble carácter no debe ser interpretado como el signo de una relación más directa con la fuente común de los dos poderes”*.

El lamentado René Guénon cita aún (“Autoridad espiritual y Poder temporal”, pág. 82), que es precisamente la destrucción de la Orden del Templo, la que marca el “punto de ruptura del mundo occidental con su propia tradición”.

Si los acontecimientos de 1307 a 1314 tienen tal aspecto de atentado, es por su mismo sacrilegio, adelanta Pierre Ponsoye. Clemente V no se equivocó, cuando no osó condenar esa Orden, cuyo último Gran Maestro (Jacques de Molay), al precio de su vida, había demostrado que era “santa y pura”. Solamente osó abolirla “per viam provisionis et ordinationis apostolicae”, sin tomar el riesgo de habérselas con el concilio. La iniquidad testimonió así su propio fondo, al ampararse en el “misterio de Justicia”, que ella no había podido alcanzar sino mediante un crimen, y por que el occidente había cesado de ser digno.

Aún se discute sobre la culpabilidad o la no culpabilidad de la Orden. Es probable que en razón del número de sus adherentes y de la multiplicidad de sus actividades secundarias, y quizás, sobre todo por los cambios de hecho y de mentalidad ocurridos en ese siglo, se necesitaba a la vez una reforma y una readaptación. Pero esa es otra cuestión. Nos contentaremos con citar la constatación de H. de Curzon: “La Regla, es verdad, no prueba más que una cosa, y es que la Orden del Templo estuvo regida hasta su último día por leyes irreprochables, verdaderamente monásticas y hasta muy severas”. Y en fin, mencionaremos aquella expresión (en “El final de la Edad Media”) de Henri Pirenne, Agustin Renaudet, Edouard Perroy y Marcel Handelsman: “Los escritores galos, para glorificar a Felipe el Hermoso, y los escritores de la Iglesia para disculpar a Clemente V, han obscurecido durante largo tiempo la historia de ese período. La inocencia de los templarios está comprobada hoy día”.







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El papel del Templo en Europa, no se concibe sino como una extensión y una terminación de su papel oriental de guardián de la Tierra Santa. Se debe recordar también que ambas poblaciones, cristiana y musulmana, de Asia, vivían en el mejor entendimiento. Por su parte las de España y Sicilia conservaban estrechas relaciones, de lo cual se encuentran las huellas en la creación de una moneda común (semejante al dinar, que llevaba a la vez divisas latinas y coránica), así como en las alianzas, en los matrimonios, en los tratados comerciales, en los permisos de caza, que se concedían recíprocamente los jefes de los dos campos, etc. Ahora bien, aunque los Templarios jugaron precisamente un papel importante en ese acuerdo, no es necesario decir que las relaciones del Templo con el Islam eran ante todo de orden Iniciático. “En los países del Oriente, dice a propósito de esto Armando Bedarride5, los templarios armaban caballeros católicos griegos, hostiles al papado y, cosa más extraordinaria aún, a musulmanes pertenecientes a ciertas sectas esotéricas, provenientes de una iniciación análoga a la suya”. Tal fue el caso de Saladino mismo, a quien, según la Orden de Caballería, poema del comienzo del siglo XIII, la ordenación le fue dada por Hugo de Tabaria en 1187. Tal fue también el caso de su hermano Malik al-Adîl, a quien Ricardo Corazón de León armó caballero en 1192.

Entre las órdenes musulmanas con las cuales el Templo contrajo esos lazos de fraternidad espiritual, la historia ha guardado sobre todo el recuerdo de la orden de los Assacís. Era una rama ismaelita del Shi’ismo de la India, muy cerrada y fuertemente jerarquizada, que se llamaba en Oriente la orden de los Batinyiah (los “internos” o “esotéricos”). Fundada una cincuentena de años antes de la del Templo, se había establecido en Persia en 1090, extendiéndose rápidamente en Irak y en Siria. Se han señalado en varias ocasiones las sorprendentes semejanzas de las dos órdenes: ambas eran a la vez Iniciáticas y militares, ambas llevaban el título de “guardianes de la Tierra Santa” (Assas, guardián; su plural Assasís) y el Jihâd de los Assasís tenía la misma significación que la guerra santa del Templo, aunque los métodos diferían.

Las funciones militares del Templo no eran más que el aspecto exterior y el símbolo de la verdadera guerra santa, cuyo fin era la Paz en todos sus órdenes y sobre todo en lo espiritual. Es en esta perspectiva que hay que colocarse, si se quiere juzgar exactamente su actitud con respecto al Islam, cuya ambigüedad aparente no es otra que la de un lazo que debe mantenerse hasta en el seno de la guerra. Las dos órdenes jugaban, cerca de los poderes constituidos, el mismo papel de vigilancia y de consejo. Su jerarquía, doble en los dos casos (exterior y secreta), presentaba caracteres comunes y sus colores emblemáticos, blanco y rojo, eran los mismos.

La historia y la doctrina de esta orden, ha sido desfigurada por las “novelas de los historiadores anti-ismaelitas”, como dice Henry Corbin 6. Es preciso notar que la escatología ismaeliana del Imâm invisible, hipóstasis permanente del Verbo, es substancialmente idéntica a la del Imperio Universal en el esoterismo medieval de tradición templaria, y sucede lo mismo con la noción del Templo espiritual, como testimonia ese pasaje del Bîwân de Nasir-e Khosrav que cita H. Corbin: “La significación aparente (exotérica-zâhir) de la plegaria, es adorar a Dios adoptando ciertas posturas del cuerpo, orientando el cuerpo hacia la qibla de los cuerpos, la cual es la Ka’ba, el Templo de Dios Muy-Alto asentado en la Meca. La exégesis espiritual del sentido esotérico (ta’wil-e bâtin) de la plegaria, es adorar a Dios con el alma pensante, orientándose para la búsqueda del Libro y de la religión positiva, hacia la qibla de los espíritus, la cual es el Templo de Dios, ese Templo en donde está encerrada la Gnosis divina, quiero decir el Imâm en Verdad - sobre él sea la Salvación” Se ha notado por otra parte la asimilación, en ese mismo texto, de la “Busca del Imâm” y la “Busca de la Plegaria” de la Ka’ba celeste, en uno de los cuales se ha basado autorizadamente Henry Corbin para concluir: “Creo que se puede decir que la ‘Busca del Imám’ representaba para un ismaelita, lo que la “Busca del Graal’ representaba para nuestros caballeros místicos y nuestros menestrales”.

La orden de los Assasís, a pesar de sus características especiales, no era por otro lado un hecho aislado en el Islam en aquella época; varias instituciones de caballería existían entre los musulmanes de Oriente y de España, mucho antes de la aparición de la Caballería en Europa7 . Hammer hace mención de la Futuwwat, institución de caballería, y del Fatâh, que es el grado de caballero, concedido no por los príncipes sino por los Sheiks (maestros espirituales, jefes de organizaciones iniciáticas). “El califa de Bagdad, Nassir lî dîni-Llâh cuyo reino abraza el período de 1180 hasta 1225 de la era cristiana, fue también Iniciado. La historia de Abdul Feda y las tablillas cronológicas de Hadj Khalfa, hacen dos menciones del acto de Futuwwat.

“El califa Nassir fue investido de las vestiduras de la Caballería por el cheik Abdul-l-Djebbar”. Esta ceremonia fue acompañada de un brindis bebido en la copa de la caballería (ka’ su-l-futuwwat).

Este pasaje es extremadamente importante para la historia de la Caballería, y da al mismo tiempo la explicación más natural del Graal, ese vaso maravilloso confiado a la guardia de los templarios, al cual éstos no han dejado de ligar un sentido gnóstico, como lo prueban las inscripciones árabes de algunos vasos...

Todo esto no implica que uno deba seguir a Hammer, cuando él hace derivar el Graal de la copa de la caballería. Su verdadera relación no es la de una derivación sino la de una analogía: la copa se liga en efecto, en este caso al simbolismo de los brebajes Iniciáticos, mientras que los aportes del Graal, complejos por sí mismos y por sus orígenes, que se remontan auténticamente a la Tradición primordial, conciernen directamente al simbolismo de los Centros Espirituales. Y es por ello que su verdadera correspondencia islámica, es la piedra negra de la Ka’ba.

A ese respecto existe una nota muy interesante que es revelada por Michel Valsan en la obra póstuma de René Guénon (Apercepciones sobre el esoterismo cristiano). Estos brebajes designan simbólicamente las cuatro ciencías, que son, según Mohyi D-din Ibn ‘Arabí: la ciencia de los estados espirituales (ilmu-l-ahwâl) a la cual corresponde el Vino; la ciencia absoluta (al-ilmu-l-mutlaq) a la cual corresponde el Agua; la ciencia de las leyes reveladas (ilum-ch-charây´i) representadas por la Leche, y la ciencia de las normas sapienciales (ilmu-n-nawâmîs) representada por la Miel. Estas cuatro substancias, señala Michel Vâlsan, pertenecen a las cuatro clases de arroyos paradisíacos (según el Corán, XLVII-16). Se trata ahí pues, de algo más que de un simple “brindis”, como lo ha querido explicar Hammer.

“Después de la destrucción de la orden del Templo, dice René Guénon, los Iniciados al esoterismo cristiano se reagruparon en común acuerdo con los Iniciados al esoterismo islámico, para mantener en la medida de lo posible el lazo que había sido aparentemente roto por esa destrucción”. Este lazo fue roto de nuevo en el siglo XVII, época en la cual los últimos rosacruces se retiraron a Oriente.

René Guénon hace notar a ese respecto en el mismo pasaje: “Sería completamente inútil tratar de determinar ‘geográficamente’ el lugar de retiro de los rosacruces; de todas las aseveraciones que se encuentran a ese respecto, la más verdadera es seguramente aquella según la cual ellos se retiraron al reino del Sacerdote Juan, no siendo esto más que una representación del Centro Espiritual Supremo, donde en efecto han sido conservadas en estado latente, hasta el final del ciclo actual, todas las formas tradicionales que por una u otra razón han cesado de manifestarse al exterior”.

Es esa noción del Centro Supremo, la que da a todos estos hechos su verdadero alcance y rige el conjunto del simbolismo del Parzival Es ahí donde se encuentra la verdadera Tierra Santa del esoterismo medieval, cristiano, judaico o islámico.

Es la Tierra Celeste, que la enseñanza de los Hermanos de la Pureza (Ikhwanu-s-Safá), ofrece como otro ejemplo, con el símbolo de la Ciudad Espiritual. Esta orden, de línea shi’ita como la de los Assacís, profesaba abiertamente como aquéllos, la universalidad tradicional y, digámoslo de paso, sentaba plaza en las ciencias cosmológicas, en particular en la Alquimia (de al-kîmya, la tierra negra; sustancia mediadora de las transmutaciones, llamada también Ilm- al-Hadjar, Ciencia de la Piedra, siendo ésta el Medio de la Obra, al-Iksîr, Iksîru-l-falâsifa, del cual el Occidente ha derivado la palabra “elixir”).

Se encuentra aún la mención del Centro Supremo entre los grandes Maestros del sufismo, con términos como Pleroma Supremo o Asamblea Sublime. Esta Asamblea (situada en una región sutil, cuyas designaciones recuerdan aquellas que las tradiciones del Asia Central llaman de la Agartha, el reino escondido del rey del mundo), está presidida por el Ser Mahometano primordial, cuya naturaleza y atributos, tomando en cuenta las particularidades de los formulismos islámicos, corresponden bastante claramente a los que R. Guénon ha indicado para la personificación del Manú primordial, y al cual la doctrina cristiana.., presenta bajo la figura del misterioso Melki-Tsedeq “quien no tiene padre, ni madre, sin genealogía, y cuya vida no tiene ni comienzo ni fin, pero que está hecho semejante al Hijo de Dios”, y quien “permanece (sacerdote) dispuesto a perpetuidad”. (Ver en la Biblia la Epístola de Pablo a los Hebreos VII, 1 a 3).

Hay menos lugar a sorprenderse de una participación común consciente del Cristianismo y del Islam, en el Misterio profético permanente designado por la escritura bajo la figura de Melki-Tsedeq, que es precisamente quien invistió y bendijo a Abraham en el nombre de Dios Altísimo. Melki-Tsedeq, sintetiza las tres tradiciones monoteístas de las cuales él es la raíz. La escritura dice que él permanece a perpetuidad y su Orden con él. Es porque ellos son miembros de esa Orden y co-partícipes de aquello que Isaías llamaba: la sustancia de los misterios, y la cual han podido ver en el Islam y en el Cristianismo, uno al dar y el otro al recibir esta asistencia secreta, que ha permitido al Graal, es decir, a esa misma sustancia guardada en el corazón de toda tradición auténtica e intacta, reflorecer abiertamente en Occidente en un momento determinado. La orden del Graal no fue sino una expresión de la Orden misma de Malki-Tsedeq o rey del mundo. La única mención del sacerdote Juan en el Parzival basta para demostrarlo, y se sabe que según Titurel, es cerca del Sacerdote Juan que el Graal encontró un refugio, que en realidad solo describió una repatriación.

Según el Cheikh al-Akbar (Futûhât, cap. 73), el Polo islámico y sus Imames, no son sino los representantes de ciertos profetas vivientes, que constituyen la Jerarquía fundamental y perpetua de la Tradición en nuestro mundo. Esta correspondencia está indicada de acuerdo a una configuración especial de la Jerarquía superior islámica, en la cual el Polo de los Imames es contado según el cuaternario de los Awtâd, los Pilares, funciones sobre las cuales reposa el Islam, y cuyas posiciones simbólicas corresponden a los cuatro puntos cardinales. Estos Awtâd son los vicarios de los cuatro profetas que la Tradición islámica general reconoce como los que no han sido alcanzados por la muerte corporal: Idrîs (Henoch), Ilyâs (Elías), Aissa (Jesús) y Khidr. Los tres primeros son propiamente los rasul, legisladores, pero que no tienen ya la misión de formular ninguna ley nueva, por el hecho de que el ciclo legislador está cerrado con la revelación mahometana. El cuarto vicario Khidr, alrededor del cual existen comúnmente divergencias en cuanto a saber si es un profeta o un Santo, pues corresponde, según el Cheikh al-Akbar, a una función de Profecía general que, por definición normal, no implica atributo legislador.

Estos seres, o más bien estas funciones, son los Pilares de la Tradición Pura, que es evidentemente la Tradición primordial y universal con la cual el Islam se identifica en su esencia. Es preciso agregar que en esas funciones primordiales que están designadas así por profetas que no han aparecido sino en el curso del ciclo humano actual, no hay (ahí, en el Cheikh al-Akbar), sino una manera de apoyar con hechos reconocidos por la Tradición islámica en general, la afirmación de la existencia de un Centro Supremo, fuera de la forma particular del Islam y por encima del centro espiritual islámico.

Estas indicaciones son adecuadas para terminar de enfocar el papel providencial del Islam con respecto del Cristianismo, en su verdadera perspectiva.

Si fuesen necesarias otras pruebas de ese papel, recordaríamos los viajes a través de tierra islámica (Siria, Arabia, Marruecos) atribuidos a Christian Rosenkreutz, el legendario “fundador” de los rosa- cruces, herederos espirituales del Templarismo, viajes en los cuales René Guénon veía precisamente la confirmación de un acuerdo de los dos esoterismos, cristiano e islámico, en perspectiva de un restablecimiento de las organizaciones Iniciáticas de Occidente, después de la destrucción de la Orden del Templo, y de “mantener en la medida de lo posible el lazo aparentemente roto por esta destrucción ...“ El agregó aún: “Esta colaboración debió continuarse más adelante... Iremos inclusive más lejos: los mismos personajes, hayan venido del cristianismo o del islamismo, y hayan vivido en Oriente o en Occidente (y las alusiones constantes a sus viajes además de todo el simbolismo dan a pensar que ese debió ser el caso de muchos de ellos), han podido igualmente ser a la vez rosacruces y sufíes (o Mutasawwifûn de los grados superiores). El estado espiritual que ellos habían alcanzado, implicaba que estaban más allá de las diferencias que existen entre las formas exteriores y que no afectan en nada la unidad esencial y fundamental de la doctrina tradicional.





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Hay otras huellas de influencia directa del ESOTERISMO 8 islámico sobre los Templarios. Es inútil citar las inscripciones árabes que figuran en ciertos objetos rituales cuya autenticidad es dudosa. Un índice más enigmático es la mención de una invocación del nombre de Alá (Allâh), en las declaraciones de la investigación de Carcasona, a propósito del pretendido ídolo al que se hizo famoso bajo el nombre de Baphomet. Un dignatario, el preceptor de Aquitania, hizo alusión en esa ocasión a “un amigo de Dios que hablaba de Dios cuando él quería y que era el protector de la Orden”.

¿Quién podía ser ese Protector a quien estaba reconocido tan alto grado espiritual? El título mismo implica una función superior a la de la más alta autoridad de la Orden, y rebasa el marco de esta. Aquí no se puede dejar de encontrar resonancia con lo que F. Ossendowski relata del Rey del Mundo, de acuerdo a los lamas tibetanos: “que puede hablar a Dios como yo os hablo” (en “Bestias, Hombres y Dioses”, Plon, París 1953, pág. 242).

Es preciso hablar pues de este Baphomet. No podemos menos que copiar las líneas de Alberto Ollivier (“Los Templarios”, París, 1958, pág. 73).

“Desde la aprehensión de los Templarios, el inquisidor Guillaume de París, dio la orden a sus agentes de interrogar a los prisioneros acerca de “un ídolo que tiene la forma de una cabeza de hombre con una gran barba”. Y en los interrogatorios, se le llamó “Baphomet”.

Las declaraciones de los acusados están lejos de ser concordantes. Para unos, resultó ser una figura de madera; para otros, de plata o de cobre; algunos la vieron femenina, otros, masculina, lampiña o barbuda, demoníaca; para otros cuantos, tenía el aspecto de un gato, para algunos el de un puerco, con un solo rostro, o bien con dos o tres.

Sin embargo, es sorprendente que durante la aprehensión de todos los Templarios en una misma noche, no se hubiera podido encontrar una sola cabeza (una estatua, un ídolo), que correspondiera a las declaraciones hechas. Cuando la comisión convocó a Guillaume Pidoye, administrador-guardián de los bienes del Templo, para que él mostrara todas las figuras de metal o de madera que habían sido capturadas, el detentador de las reliquias no encontró sino una sola qué mostrar: se trataba de un obra maestra en plata dorada, muy hermosa, con rostro de mujer. En su interior reposaban dos huesos del cráneo, envueltos en un lienzo de lino blanco y rojo, que tenían cosida una cédula en la que se leía “caput LVIII”. Se vio en ellos los huesos de una mujer bastante pequeña y algunos declararon que provenían de una de las Once mil Vírgenes...

Como conclusión se puede pensar —dice aún ese mismo autor-que, por medio de la tortura, se había obligado a algunos acusados a hablar de reliquias como si se tratara de ídolos diabólicos.

Queda por mencionar el nombre de “Baphomet”, cuya significación ha suscitado muchas tesis.

He aquí algunas:

A principios del siglo XIX, el célebre tratadista de asuntos árabes, Sylvestre de Sacy, sostuvo que se trataba de una alteración del nombre de Mahomet, y encontró que en un glosario del siglo XVIII la palabra “Bahomerid” sirve para significar mezquita. A lo cual algunos se oponen indicando que eso era poco probable, pues los musulmanes rechazan categóricamente la idolatría.

Más tarde el orientalista alemán Hammer-Purgstall, sostuvo primeramente que la palabra Baphomet venía de la palabra árabe “Bahumid”, que significa ternero, y que se trataba entonces del culto al becerro de oro9. Pero los arabistas no han encontrado la palabra “Bahumid” en sus diccionarios. Por otra parte, Hammer-Purgstall cambió rápidamente la tesis, y afirmó que la palabra tenía un origen gnóstico, al agrupar dos vocablos griegos, Baphé=bautismo y Myeo*=iniciación y que ello evocaba una recepción por el fuego.

Después, otros investigadores del siglo XIX, pretendieron demostrar que una figura hermafrodita, que cubría ciertos cofrecillos que acababan de ser descubiertos, representaba a Baphomet. Muy débil ya desde su comienzo, esta tesis fue completamente demolida por los que, como M. Probst-Biraben, han sabido probar que se trataba solamente de cofres con medicinas árabes 10 .

Más tarde, Víctor-Emile Michelet aseguró que se trataba de una fórmula abreviada de TEMpIi Omnium Hominum Pacis ABas, que era preciso leer cabalísticamente, de derecha a izquierda, manteniendo solamente ciertas letras.

Con la misma visión, John Charpentier, partiendo del principio de que San Juan Bautista era el patrón de los Templarios, sugirió para obtener la palabra Baphomet, reunir los términos Baptiste-Mahoma, “tachando —después de la tercera letra— un número igual a la cifra sagrada siete”.

Es curioso que en todas las tesis sostenidas, nadie haya pensado en aproximar el origen del nombre Baphomet a Bapho, el puerto de Chipre donde los Templarios fueron a instalarse, y más aún cuanto que en la Antigüedad, Bapho (BAfo) tenía un templo famoso consagrado a Astarté, la cual era a la vez Venus y la Luna, virgen y madre, y se le adoraba bajo la forma de una piedra negra (en analogía con la Ka’ba de la Meca). Ahora bien, hemos visto que los Templarios consagraban la mitad de sus plegarias a la Virgen Santa. En resumen, no es imposible que la Orden hubiera traído de Chipre alguna cabeza u osamentas, que por otro lado podían haber sido tanto cristianas como paganas, y que los jueces hubieran querido relacionar eso al culto de Astarté...

En fin, todo ello es principalmente cuestión de explotación de la palabra, y no una significación de su verdadero sentido. Mas ¡ay! en gran parte sobre eso fue basado el proceso.





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Desde la muerte de Thibaud Gaudin en 1295, Jacques de Molay era el Gran Maestro del Templo. En el mismo momento en que él fue promovido, el Rey de Francia, Felipe el Hermoso, entró en conflicto con el Papa Bonifacio VIII. Se trataba de las relaciones del poder espiritual y del poder temporal. Felipe el Hermoso impuso un subsidio con motivo de la guerra contra el rey de Inglaterra, y obligó a los clérigos a participar. Por su parte el Papa en 1296, por el decreto Clericis laicos, prohibió formalmente a todas las naciones poderosas, recurrir a tal fiscalización, y por su parte al clero pagarla sin la autorización de la Santa Sede.

Felipe el Hermoso respondió de inmediato prohibiendo formalmente la transferencia de moneda, fuera de Francia. Molesto por las dificultades que semejante autarquía financiera suscitaría, Bonifacio VIII anuló su decreto, algunos meses más tarde.

A principios del año de 1303, un nuevo consejero del rey se encargó de las relaciones con el papado. Tal fue Guillermo de Nogaret, antiguo profesor de Derecho en Montpellier, y más tarde juez en Nimes. El se perfiló desde el primer instante como un ambicioso, de violento temperamento. Tomando en sus manos la causa del rey en una asamblea, tenida en el Louvre el 12 de marzo de 1303, acusó al Papa principalmente de simonismo, y pidió al rey provocar la reunión de un concilio para juzgar al soberano pontífice. Después de haber regresado a la carga, en el mes de junio, para alertar la opinión pública, partió hacia Anagni en septiembre, con hombres de confianza para arrestar al Papa y conducirlo a Francia. Su operación falló. Pero Bonifacio VIII moriría algunos días más tarde (el 14 de septiembre). Ya agotado, Bonifacio VIII, al ver a Nogaret lo trató de “Patarino, hijo de Patarino”, es decir, de cátaro, de herético languedociano.

El término cátaro, debe tomarse en cuenta porque explica, en este caso, la pasión antipapista de Nogaret y, además, para establecer una hipótesis sobre la aprehensión de los Templarios.

El 22 de octubre un nuevo Papa fue elegido: Benito XI. Hostigado por los hombres de Nogaret, obligado a abandonar Roma y a refugiarse en Peruggia, se esforzó, sin embargo, en arreglar las relaciones entre Francia y el Papado. No obstante, el Papa conservó la ventaja, pues no solamente pudo rehusar recibir a Nogaret, sino que publicó una bula, denunciando su complot contra Bonifacio VIII, calificándolo como un “crimen monstruoso”, y le asignó comparecer con sus cómplices en Peruggia.

La situación era bastante inquietante para Nogaret, e indirectamente para el rey de Francia. Ambos fueron salvados providencialmente el 7 de julio, con la muerte súbita de Benito XI, que se dice sucumbió por haber comido demasiados higos frescos...

Para elegir un sucesor, el cónclave empleó cerca de un año. El rey de Francia tenía la palabra para opinar, y finalmente el compromiso se hizo en favor de un francés, amigo de la infancia de Felipe el Hermoso. Se trataba de Bertrand de Got, arzobispo de Burdeos, quien se convirtió en Papa bajo el nombre de Clemente V.

Durante diez años de lucha entre el Vaticano y los dirigentes franceses, las relaciones entre Felipe el Hermoso y la Orden del Templo fueron excelentes. Pero, al pedir ser admitido como miembro honorario de la milicia del Templo, el rey no abrigaba ciertamente ningún motivo de idealismo, sino deseaba encontrar ahí una gran fuerza muy ventajosa, tanto para sus choques con el Vaticano, como para sus dificultades financieras.

En julio de 1303, todos los recaudadores recibieron la orden de enviar sus fondos disponibles al Templo. Durante cuatro años la Orden del Templo, en relación con los agentes del rey, iba a administrar las finanzas del Estado.

El papa, en razón de su nacionalidad francesa y por habitar en dicho país, pudo finalizar la lucha con Roma. El rey podía constreñirlo e intentar ejercer sobre él una influencia, presentándose siempre como un gran defensor de la cristiandad. Por tanto, la situación de la Orden del Templo debió dejarlo pensativo: él no tenía nada que esperar y sí mucho que temer. Si él se beneficiaba con los haberes de los Templarios, no por ello poseía sus fondos ni sus propiedades. Había sido excelente contarlos como aliados durante las diferencias con el papado, pero en adelante este sostén resultaba inútil.

Y es en lo que todos los historiadores están de acuerdo, para llegar a las conclusiones siguientes: ¿Qué iban a hacer los Templarios? ¿Para salvaguardar su independencia se abstendrían de restablecer sus estrechos lazos con el Vaticano? ¿En consecuencia, acaso no convenía a sus enemigos sacar partido del hecho de que la Orden quedaba desvinculada de su razón de ser, de sus bases en el Cercano Oriente, para aprovechar absorber sus tierras y sus bienes? Semejante requisa alimentaría un poco las arcas del Estado, tan desposeídas. Pero después, bajo el ángulo de la controversia “poder espiritual-poder temporal”, la Orden del Templo, situándose entre los dos, podría según su deseo, pesar sobre uno u otro lado de la balanza.

Mientras la Orden permaneciera libre, convenía tomar precauciones contra ella. ¿Acaso no era más sagaz aprovechar la coyuntura, de la mala salud del Papa, y el descrédito que había caído sobre los Templarios desde la derrota de Acra11, para apoderarse de las riquezas de la Orden y quitarle toda oportunidad como partido, como Estado dentro del Estado?

He ahí el género de cuestiones que Felipe el Hermoso, Nogaret y otros, debieron plantearse. La supresión de la Orden se situaba para ellos con una perspectiva de estatismo. Faltaba encontrar un buen pretexto.

Al lado de la mala difusión, que circulaba acerca de los Templarios, una denuncia personal fue hecha, a principios de 1305, ante el Duque de Aragón y más tarde ante el rey de Francia, por un personaje poco recomendable, un condenado por el derecho común, un florentino, Noffo Dei, quien en la prisión de Agen había recogido la confesión de un templario apóstata de mala vida. Se percibe bien que las declaraciones que hizo ese vagabundo, no tenían otra meta que la de ver su pena anulada. Jaime de Aragón no tomó en cuenta esa denuncia, pero Felipe el Hermoso acordó abrir una “encuesta”, que por otra parte se convirtió en una aprehensión directa para encubrir a templarios excluidos de la Orden anteriormente por mala conducta. Además forzó también a otros a ser espías.

Al maquiavelismo se agregaba un sentimiento: Felipe el Hermoso temía particularmente lo que se producía en el sur de Francia, debido a las informaciones que provenían de Agen. Por ello después de haber suprimido la Inquisición, la restableció en 1304.

En Lyon el 15 de noviembre de 1305, con ocasión de la coronación de Clemente V, en la iglesia de San Justo, Felipe el Hermoso tuvo una larga conversación con el nuevo Papa.

Durante la ceremonia, o más bien en el desfile por las calles, ocurrió un trágico accidente. Un muro sobre el cual estaban numerosos espectadores, al derrumbarse había matado a una docena de personas del cortejo, entre quienes estaba el Duque de Bretaña. El Papa cayó de su caballo, y vio rodar por tierra su tiara, que perdió una piedra preciosa. Clemente V fue muy afectado moralmente; muchas personas interpretaron esto como un mal augurio para su reinado.

En la conversación con el rey de Francia, se abordaron muchos problemas, principalmente el problema de los Templarios, así como el envío de una nueva cruzada a Palestina... Pero sobre ello no se tomó ninguna decisión. Por su parte Felipe el Hermoso obtuvo el nombramiento de nueve cardenales franceses, dividiéndose con el Papa la elección en favor de parientes o amigos. Georges Lizerand ha escrito: “En lugar de Cardenales hombres de estado, se tuvo cardenales hombres de negocios y favorables al rey”.

A comienzos de 1306 una tercera devaluación trajo indudablemente una subida de los precios; el populacho de París, indignado, se dirigió hacia la Torre del Templo, donde el rey y los suyos habían buscado refugio. No pudiendo penetrar, la masa sitió el Templo, interceptando la llegada de los alimentos que se llevaban allí. Cuando Felipe el Hermoso pudo recuperar la libertad, hizo colgar en las puertas de la ciudad a veintiocho de los manifestantes. No era esa la primera vez que el rey de Francia iba a residir en el Templo, tanto para instruirse sobre las riquezas de los templarios, como para intentar penetrar en algunos de sus misterios.

El mismo año el rey desposeía, torturaba y expulsaba a los judíos del reino; otro procedimiento para adquirir bienes.

En fin, Felipe el Hermoso no había arreglado todavía todas las cuestiones pendientes con Roma, principalmente el caso Nogaret. En la primavera de 1307, varias conversaciones tuvieron lugar en Poitiers con el Papa. Este hizo una proposición que el rey rechazó inmediatamente. Clemente V se retiró durante varias semanas. Bruscamente, el 24 de agosto, escribió al rey diciéndole que había cambiado de opinión, porque después de haber consultado a los cardenales y ver que el mismo Jacques de Molay, el Gran Maestro del Templo, deseaba una investigación, él como Papa iba a llevarla a cabo personalmente. En efecto, comenzó rápidamente sus búsquedas, pero no debió encontrar gran cosa, ya que un mes más tarde, el 26 de septiembre, escribió al rey para pedirle informaciones sobre los templarios.

Semejante encuesta inquietó a Felipe el Hermoso y a Nogaret, ya que todo sería llevado a proceso, si el Papa concluía sus investigaciones en favor de los templarios.

Sin embargo, el momento parecía oportuno, todos los dignatarios del Templo estaban residiendo en Francia. Pero tratándose de una investigación religiosa, era preciso que la decisión del rey estuviese cobijada por una autoridad eclesiástica como la de la Inquisición. El inquisidor principal de Francia era Guillaume Humbert, de París, confesor del rey, y más bien devoto de su persona; el apoyo no parecía pues difícil de obtener.

Queriendo abrigarse bajo la Inquisición, Felipe el Hermoso, no obstante, no quería dejarle la instrucción del asunto; quería ante todo hacer “trabajar”, es decir, torturar a los acusados, pero en este caso mediante comisarios laicos enviados a los arrendamientos y a las senescalías. Las instrucciones especificaban muy nítidamente que los comisarios civiles, después de haber detenido a los templarios, dirigirían ellos mismos los primeros interrogatorios, y después —solamente— llamarían a los comisarios del inquisidor. Nogaret esperaba de los religiosos la ratificación, pero no la conducción del asunto.

Se comprende fácilmente por qué no se trataba de interrogar a los prisioneros, sino de obligar al mayor número de ellos, por medio de la tortura, a reconocer los “artículos de error” indicados a los comisarios.

La instrucción dice muy claramente, que los comisarios “examinarán la verdad con cuidado, por medio de la tortura si es necesario”. Además, los jueces disponían de un argumento de peso para incitar a los prisioneros a respetar lo que se les dictaba: “Les prometerán el perdón si confesaran la verdad y volvieran a la fe de la Santa Iglesia; de otra manera serían condenados a muerte”.

Para llevar a efecto su plan en todas partes y a la misma hora, fue realizada la gran redada durante la madrugada del viernes 13 de octubre, sin ninguna resistencia.

Según cierta leyenda, Jacques de Molay estaba lejos de sorprenderse, porque conocía la fecha de la aprehensión y había hecho sacar los documentos importantes de la Orden en tres carretas cubiertas de paja, el 12 en la noche.

Para explicar el extraño desarrollo, Regina Pernoud ha formulado una curiosa hipótesis. Con base en el hecho de que Nogaret había sido tratado de “patarin” por el Papa, ella se pregunta si todos los antiguos cátaros que se encontraban en el Templo, no habrían establecido en connivencia con Nogaret la aprehensión de los templarios, con el fin de salvarse personalmente y dar así un golpe al Vaticano!

Al mismo tiempo que hacía interrogar con instrumentos de tortura a todos los templarios de Francia, Felipe el Hermoso dirigía cartas a todos los soberanos de Europa, para denunciar ante ellos la Orden.

Los acusadores exhibían públicamente a Jacques de Molay, porque después de haber sido “trabajado” durante una decena de días con torturas, el Gran Maestro había pasado el día anterior “confesando” lo que se le pedía. Antes de él, otro gran dignatario de la Orden, Geoffroy de Charnay, el 21 de octubre había “confesado” igualmente una multitud de cosas, como si hubieran estado en relación con la herejía dualista, la cual al declarar SU aversión a la Cruz, por considerar que el crucificado no fue sino un ladrón que tomó el lugar del Cristo, y que el Cristo mismo no fue más que una apariencia, ya que Dios no podía encarnarse en este mundo dedicado al mal.

En efecto, se obligó sobre todo a los templarios a “confesar” la supuesta obligación de escupir sobre la cruz durante la recepción en la Orden, así como la sodomía obligatoria, y en fin la adoración a este ídolo (el Bafomet).

Ahora bien, los textos de los estatutos (reglas) de la Orden descubiertos y publicados últimamente son los que hablan de ello, pues los primeros no estipulan nada semejante. Se puede pensar muy bien, que si realmente los acusadores hubieran encontrado tales prescripciones o la menor huella de semejantes prácticas, las habrían citado y dado como prueba en apoyo, lo cual no fue hecho jamás por los investigadores. Hacia fin de año, de los ciento treinta y ocho templarios arrestados en París, todos, salvo cuatro, se habían “confesado” culpables.

A pesar de todo, Clemente V poco convencido del crimen de herejía, quería de todos modos sustraer a Felipe el Hermoso, la instrucción del proceso, para llevarlo a cabo él mismo. Pero no podía mostrar a priori un aire favorable hacia los inculpados. Ordenó pues la aprehensión general de los miembros de la Orden y envió al rey de Francia sus dos cardenales Etienne y Beranger. Felipe aceptó remitir sus prisioneros al Papa.

La noticia provocó un verdadero choque psicológico entre los templarios: no estaba todo perdido para ellos.

Jacques de Molay hizo una tablilla que firmó invitando a todos los prisioneros a revocar sus confesiones. Y dio él mismo el ejemplo, anulando sus declaraciones hechas bajo el efecto de las torturas. El lo hizo delante de una gran multitud, mostrando su cuerpo destrozado por las atrocidades de sus verdugos. Otro dignatario, Hugues de Pairaud, delante de dos cardenales que lo invitaron a cenar, mostró algo semejante.

Decidido a revisar enteramente el primer proceso, el Papa anuló a principios de 1308, los poderes de los inquisidores.

El círculo del rey, extremadamente inquieto por esa perspectiva, decidió organizar lo que se llama hoy, una campaña de prensa a fin de exaltar las opiniones.

Felipe el Hermoso empleó numerosos medios para hacer presión sobre el Papa, y a fin de cuentas hizo azotar a setenta y dos “templarios”, entre los cuales no había ningún dignatario de la Orden, sino que todos eran antiguos templarios excluidos de la Orden, que estaban al servicio de Felipe para espiar y rendir cuenta de lo que pasaba en el templo, y por supuesto aceptaron confesar todo lo que el rey deseaba. Por haber rechazado condenarlos inmediata y personalmente como se lo pedía Felipe, el Papa se encontraba esta vez en mala posición.

En fin, los prisioneros tuvieron que ser devueltos al rey, por razones desconocidas (quizás la falta de lugar y de hombres para custodiarlos).

Las declaraciones de los templarios se han conservado como evocaciones de mártires. El hermano Bernard du Gué no titubeó al decir: “He sido tan torturado, tan interrogado y tantas veces puesto al fuego, que las carnes de mis talones han sido todas quemadas, hasta el punto de que los huesos se me cayeron poco después”.

No sin entereza, el 24 de abril de 1310, los representantes de la defensa volvieron a la carga, publicando una bula que habían redactado para decir que los templarios fueron “conducidos como manada al matadero”.

Aquellos jueces de ocasión, los comisarios, experimentaban en el fondo de sí mismos cargo de conciencia, pero el totalitario Felipe el Hermoso vencía siempre sobre su moral. Y los comisarios reanudaban sus interrogatorios.

Uno de los testimonios más estremecedores que se conserva, es el del hermano Aymeri de Villiers-le-Duc quien lo había pronunciado pálido y aterrorizado, durante el proceso verbal. Elevando la mano hacia el altar, juró que todos los crímenes imputados a la Orden eran falsos. Y pidió que la muerte lo abatiera de inmediato si él mentía: “Que mi cuerpo y mi alma sean aquí mismo sumergidos en el infierno”.

Ahora bien, él era de los que primeramente habían hecho confesiones, y así lo recordó:

“Sí, he confesado algunos de esos errores, yo lo reconozco, pero fue bajo el efecto de los tormentos que me habían hecho sufrir G. de Marcilly y Hugues de la Celle, caballeros del rey, durante su interrogatorio. Yo había visto el día anterior llevar en carreta cincuenta y cuatro de mis hermanos para ser quemados vivos, por no haber confesado esos crímenes... Ah! si, yo iba a ser quemado y tuve demasiado miedo a la muerte, no lo soporté, ni aún ahora lo soportaría! Yo cedería... Yo confesaría bajo juramento, delante de vos y delante de no importa quién, todos los crímenes que se le imputan a la Orden; yo confesaría que he matado a Dios, si me lo preguntasen. Ah! os ruego, os suplico no revelar nada de todo esto a las gentes del rey. Tengo demasiado miedo que si ellos llegasen a saberlo, me hagan padecer los mismos suplicios que a mis hermanos…”

La voluntad de ser franco y valiente, se acompañaba de un gran miedo a la muerte. Los mismos sentimientos expresados por Aymeri, se encontraban más o menos presentes en muchos otros de los templarios. Si la muerte aterrorizaba tanto en aquel mundo teóricamente caballeresco y cristiano donde ella debería importar menos, era porque con la Iglesia debilitada, los ideales católicos puestos en cuestión, dejaban una perspectiva confusa, cegada por los fuegos de la Inquisición, que daban un sabor a antesala del infierno. El Templo, que había comenzado a la luz de la sonrisa de la Santa Virgen, finalizaba delante de las muecas de los demonios...

Clemente V conservaba quizás esa misma opinión en el fondo, pero deprimido por su estado de salud, cercado por el Estado de Felipe el Hermoso, debió estimar imposible poner de nuevo en causa el proceso. Como siempre, el Papa intentaba transigir. Dio a conocer al Concilio de Viena (en el Delfinado francés) su bula Vox clamantis, que no proclamaba la condenación del Templo, sino su extinción: “Nosotros abolimos la susodicha Orden del Templo con todas sus instituciones, no sin amargura e íntimo dolor; no en virtud de una sentencia judiciaria, sino por medio de decisión u ordenanza apostólica”.

En fin, el tribunal que bajo la dependencia directa del Papa debía juzgar a los dignatarios del Templo pronunció su fallo, como se sabe, el 19 de marzo de 1314.

La protesta de Jacques de Molay, y de Geoffroy de Charnay, llevó a Felipe el Hermoso a condenarlos a la hoguera. Ellos murieron conforme su petición, con el rostro vuelto hacia Nuestra Señora (Catedral de París).

Pero, Nogaret, el Papa y Felipe el Hermoso, no sobrevivieron por mucho tiempo al proceso. Se sabe que el Venerable Gran Maestro, desde lo alto de su hoguera, hizo una profecía que se cumplió. Ellos debían comparecer delante del tribunal celeste, casi un año después del martirio del último Gran Maestro de la Orden del Templo. Dante colocó a Clemente V en el 8vo. círculo de su infierno, entre los simoníacos, es decir, con los traficantes de las cosas espirituales, como un “pastor sin ley, encargado de las más feas obras”.

Mucho se tuvo que escribir sobre los Templarios a partir del siglo XVIII para intentar penetrar los misterios de la Orden, así como para indicar la continuación de su historia. Se ha dicho inclusive que los templarios contribuyeron a la fundación de la Compañía de Jesús, y según algunos, se encontraron también en el origen del establecimiento de la francmasonería.

En 1828, el abad Grégoire, antiguo diputado de la Constituyente y de la Convención, en su “Historia de las sectas religiosas”, testimonió la conservación de la Orden al dar el nombre de los Grandes Maestros de la Orden hasta Jacques de Molay. Entre ellos fueron mencionados:

Bertrand du Guesclin, Henry de Montmorency, Charles de Valois, Philippe d´Orleans, el Príncipe Conti, el Príncipe de Condé, etc.

Por otro lado, bajo el imperio francés en 1808, se desarrolló un suntuoso servicio fúnebre para celebrar el aniversario de la muerte








de Jacques de Molay en la iglesia de Saint Paul-Saint Louis de París, oficiando el abad Clouet quien, llevando el hábito de primado de la Orden, pronunció un vibrante elogio del Gran Maestro. Bajo la Restauración en 1824, la misma ceremonia tuvo lugar en Saint Germain l´Auxerrois.

Por último, Raymond Oursel acaba de publicar una minuciosa traducción de los interrogatorios del proceso, y declara en una nota saber que “la Orden del Templo ha sobrevivido a sí misma hasta nuestros días como una especie de sociedad secreta”.



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Para terminar, tomaremos las líneas de Pierre Ponsoye (en “El Islam y el Graal”, pág. 181).

La enseñanza del Graal, ni planteaba abiertamente el problema de las relaciones del Papado y del Imperio, ni tenía por qué hacerlo en el plano Iniciático que le era propio; como tal, ese problema no existía sino por la fatalidad del siglo.

En cuanto a la dualidad misma de las dos grandes funciones exotéricas, dicha enseñanza tiene razones complejas, cuyo estudio se saldría del marco de este trabajo y se acoge ante todo las modalidades particulares de la manifestación crística y de la extensión del cristianismo a la gentilidad. Sea como sea, esa dualidad implicaba por sí misma un principio común, impuesto metafísicamente por su unidad esencial, e impuesto tradicionalmente por la pertenencia del cristianismo a la Orden de Malki-Tsedeq.

Debía llegar un momento, por lo tanto, en que la fatalidad impondría a los herederos del Templo tomar una posición en esta perspectiva, tan abiertamente como lo permitía la naturaleza profunda de la doctrina y el secreto Iniciático. Este momento está marcado en el linde del siglo XIV, por los dos síntomas mayores del mal del cual la cristiandad debía morir, por supuesto no como Iglesia, sino como “Ciudad” humana y divina: la desaparición de la Orden del Templo y el conflicto más grave que jamás ocurrió entre el Papado y el Imperio, de apariencia tanto más irremediable, puesto que, desde hacía largo tiempo, no se trataba solamente de atribuciones sino de principios.

Del hecho de asumir esa posición, la obra de Dante es el testigo más audaz, el más completo y, para nosotros, el más precioso.

Su obra “De Monarchia” en particular, publicada con ocasión del desembarco de Enrique VII en Italia, expone, apenas velada bajo su forma escolástica, una doctrina que está muy lejos de ser puramente abstracta y teórica, como podría creerse a través de una lectura un poco superficial. Entre los pasajes donde el autor deja ver lo más claramente posible su profundo pensamiento, citaremos aquel donde refuta el argumento según el cual, en el caso del Papa y del Emperador, siendo hombres, y puesto que todos los hombres son ordenados conforme a un solo hombre, el cual constituye su medida y su arquetipo, el Emperador está subordinado necesariamente al Papa, ya que éste a su vez, no puede estar subordinado a otro hombre. He aquí lo que dice Dante: “En tanto que ellos son seres relativos (el pontificado y el poder imperial son relaciones y no formas substanciales como la humanidad), deben ser ordenados uno al otro, si uno está subordinado al otro, o si pertenecen a una misma especie de relación, o si están ordenados a un tercer ser como a su arquetipo. Ahora bien, en este caso no se puede sostener que uno esté subordinado al otro, o que uno fuese atribuido al otro, lo cual sería falso en efecto. Nosotros no decimos que el Emperador es el Papa ni viceversa. No se puede sostener tampoco que ellos pertenezcan a la misma especie, ya que la esencia del Papado no es la del Imperio. Ellos están ordenados, pues, a un ser en el cual encuentran su unidad.

Para comprender esta última aseveración, recordemos que la relación se comporta frente a la relación como lo relativo frente a lo relativo. El Papado y el Imperio, al ser relaciones de preeminencia, deben estar ordenados a la relación de preeminencia de la cual ellos proceden; por tanto, el Papa y el Emperador al ser relativos, deben ser ordenados a un ser en el cual se encuentra, sin características particulares, la relación misma de preeminencia. Así, es evidente que el Papa y el Emperador, en tanto que hombres, están ordenados a un ser único, en tanto que Papa y en tanto que Emperador, están ordenados a otro ser”.

La conclusión ostensible es que el Emperador no puede ser ordenado al Papa. Pero hay otra que sin ser explotada no es menos explícita: si el Emperador y el Papa están ordenados, en tanto que hombres por una parte, y como Papa y Emperador por otra a dos seres distintos, ellos en cambio no lo están inmediatamente a Dios, o dicho de otra manera, en la fuente de sus funciones existe solamente esa “sustancia inferior a Dios”, en quien “se encuentra sin características particulares la relación misma de preeminencia”.

Dante no era hombre que hacía ostentación de palabras ni perseguía quimeras, y se puede pensar más bien que en ese año de 1311, en el cual el destino parecía aún en suspenso, era difícil y sin duda inútil decir más.

Sin embargo, no habríamos citado ese curioso pasaje, si cualquiera que hubiera sido la grandeza intelectual de su autor, él no expresara sino una tesis personal. Pero hoy se sabe que no fue así. Como Wolfram en una época, pero con una autoridad propia a la cual la del caballero Wolfram no puede ser comparada, Dante hablaba en nombre de las organizaciones Iniciáticas herederas de la Orden del Templo, y en particular de la Fede Santa de la cual él era, sin duda, uno de los jefes. Entre la serena reserva del primero, y la ardiente apología del segundo, los acontecimientos sobrevenidos desde 1307 establecen toda la diferencia.

De Wolfram a Dante, la filiación doctrinal no tiene que ser demostrada. En cuanto a lo que concierne a la constatación de huellas de influencia islámica, he aquí lo que dice B. Landry en su edición francesa de “De Monarchia: “Un filósofo impregnado tanto de averroísmo como de cristianismo, tal aparece Dante en su obra “De Monarchia. Por otro lado, ¿acaso no amó él siempre y en todos aspectos a los árabes? Recordemos que Dante no quiso colocar en su Infierno a aquel que los agustinianos llamaban el Maldito, sino que él lo llama el Autor del Gran Comentario; recordemos también que Siger de Brabant, el averroísta parisino que Santo Tomás combatía con tanta fuerza, se sienta en el Paraíso con su ilustre adversario. En fin, no olvidemos que Dante había leído y meditado la literatura árabe, conocía los viajes que Mahoma había hecho en el otro mundo, y ellos demuestran que los círculos del Infierno dantesco son muy semejantes a los del Infierno musulmán.

En verdad, Dante estaba impregnado del pensamiento árabe (sería más exacto decir islámico), no solamente por el averroísmo sino también y sobre todo, por el esoterismo sufí, y en particular por la enseñanza de Ibn Masâra y de Ibn Arabí. Los trabajos de Miguel Asín Palacios han demostrado la influencia indiscutible de obras como los Futûhât el-Mekkyiah, y el Kitâb el-Isrâ, sobre la Divina Comedia, la Vita Nuova y el Convite.

La palabra “impregnado” es justa en cuanto que hace sobrentender un aspecto intelectual situado en las fuentes mismas del pensamiento, y cuyo indiscutible esoterismo en las obras de Alighieri, basta para excluir todo carácter exterior o “profano”.

La doctrina del imperio universal en Dante, también encuentra efectivamente en Aristóteles, a través de los doctores musulmanes, alguien que responde y una caución. Pero cuando él dice a propósito del Emperador, que “sólo Dios escoge, sólo Dios inviste, ya que sólo Dios no tiene superior” o también que “la autoridad temporal del monarca desciende sobre él de la Fuente Universal”, no se trataba solamente de la transposición en un orden social “ideal” de una filosofía del orden cósmico: se trataba de una realidad venerable, viviente y amenazada, que era importante defender, a la vez, de los que pretendían negarla, como de los que la desviaban con un interés de partido y al mismo tiempo promover, en unión y en equilibrio con la autoridad espiritual, sobre las bases de autenticidad y de regularidad, que solamente podía proveer la Sabiduría tradicional universal.

En obras de exposición directa, tales como “De Monarchia” o el “Convite”, destinadas a una amplia difusión, y que debieron contar con la vigilancia del Santo Oficio (se sabe que “De Monarchia” habría sido quemada en 1327 bajo la orden del Cardenal Du Puget, legado del Papa), no puede esperarse encontrar expresadas sino las relaciones de fondo con la doctrina del Califato, tal como Ibn’ Arabî lo expone notablemente en el capítulo 73 de su Futûhât. Pero las nociones capitales se encuentran: en la universalidad del imperio y en la investidura divina directa. La última al menos, no debe nada a Aristóteles, y se le buscaría vanamente, por otra parte, fuentes patrísticas, sin hablar de la doctrina de la Iglesia, que, con los agustinos apuntaba a establecer la primacía absoluta de la Sede pontifical.

Se notará que Dante, posiblemente por los motivos indicados arriba, deja subsistir completa la ambigüedad entre los aspectos esotéricos y exotéricos del Imperio como del Papado. Esta ambigüedad se encuentra en la noción y en la palabra de Khalifah, a través de la cual el Sheikh el-Akbar comprende la autoridad exterior islámica como Polo Supremo.

Se ve quizás una coincidencia análoga, en lo que concierne al Imperio, en la persona del Gran Enrique, al cual Dante coloca en el más alto grado del Paraíso, es decir en la Ciencia Iniciática. Pero es difícil decir si esta coincidencia fue efectiva o solamente simbólica, pues Enrique VII como Emperador y como Iniciado, pudo haber sido exclusivamente el representante de la autoridad invisible, que por ejemplo el rosacrucismo había de designar más tarde con el nombre de Imperator. Si Dante guarda de ese personaje una reserva comprensible, no duda en entregar bajo una forma esa verdad enigmática, con índices significativos bajo el aspecto profundo de la tradición imperial, y su finalidad espiritual y escatológica.

Queremos hablar de los misteriosos Veltro (Inferno 1, 100-111) y “cinquecento diece e cinque, messo di Dio” (Purgatorio, XXXIII, 43-44) del heredero del Águila Imperial, en quien está anunciada una misión restauradora, a la vez temporal y espiritual, y de un carácter nítidamente apocalíptico. Sin prejuicios de aplicaciones más restringidas que las que Dante podía haber tenido además en cuenta, se trataba ahí sin ninguna duda de la transfiguración del Imperio en el sacrum Imperium verdadero y universal, esperado al final de los tiempos. Ahora bien, ese “enviado de Dios” tiene una correspondencia precisa en la escatología islámica con la persona del Mahdî (el Guía de Dios), Precursor de la Segunda Venida.

Dante agrega aún: “La bondad desbordante de esta Fuente, una y simple en ella misma, se vertía en una multitud de riachuelos”. Si se hubiera tratado solamente de afirmar la distinción de origen del “arroyo” imperial en relación con el “arroyo” apostólico, ¿hubiera hablado él de una “multitud”? Y aún entonces la doctrina sería clara, ya que al ser afirmada por dos, basta para plantear el principio. Y podría él, por otra parte, proclamar la universalidad del imperio sin reconocer esta unidad tradicional esencial de la cual ella no es más que un corolario? La enseñanza de Wolfram y la de Dante pueden aclararse la una a la otra a ese respecto. Pero si se quisieren buscar referencias exegéticas explícitas de ambos, no es en la Biblia donde se encontrarían, sino en el Corán, en textos como aquel que resume en unas cuantas palabras toda esta secuencia doctrinal, y que es como el supremo mensaje del Islam a las Gentes (Gentiles) del Libro, es decir, a los cristianos y a los judíos y que dice:

Di: Oh Gentes del Libro... Eleváos hasta una Palabra igualmente válida para nosotros y para vosotros: que nada adhiramos a Dios, que no Le asociemos nada, que no tomemos a algunos de nosotros como ‘señores’, fuera de Dios”. (Qorán, III-57).

En esta Palabra dada como punto de encuentro de la Torah, del Evangelio y del Qorán, el texto sagrado define la Vía del monoteísmo puro o de la Unidad absoluta, que es la de Abraham (Qorán, XIII-29), y que en el sentido místico e Iniciático es la de la Identidad suprema, afirmada abierta y esotéricamente por todas las doctrinas tradicionales. Ella se sitúa como un nivel sintético de la Madre del Libro, prototipo eterno de todos los Libros revelados, que está “cerca de Allah” (Qorán, XIII-39). En las perspectivas judaica y cristiana respectivamente, ella es recibida bajo el aspecto principal de la Torah y del Verbo.

Ahora bien, para el Islam, “el Mesías, Jesús, hijo de María, es el Enviado de Dios y es Su palabra la que El ha proyectado en María” (Qorán, IV-169), como también la confirmación de la Torah (Qorán, V-50). Pero, en la visión islámica, ella se manifiesta además como síntesis final y totalizante de los Verbos proféticos anteriores, aquel en quien Allah la ha “proyectado” como tal. Seyidnâ Mohammed es el Sello de la Profecía Universal y es por ello que según el Hadith, ha podido decir: “Yo he recibido las Sumas Palabras y he sido suscitado para realizar las Virtudes más nobles”. Es a esta característica específica de totalización profética, que el Islam debió y debe su calificación sobrenatural para transmitir a las Gentes del Libro (los judíos y los cristianos), un mensaje semejante, y para trabajar con ellos para su realización.

Si se toma con ese propósito la terminología de Ibn Arabí en sus Fuçûç el-Hikam, se observará que la Palabra igualmente valedera, responde exactamente a la piedra preciosa crística, descendida del cielo con los moldes de la realeza divina y bajo el aspecto especial de la síntesis universal, que es el de la Segunda Venida, la cual marcará el cierre del ciclo humano actual, mientras que la síntesis mahometana señalaba el cierre de la profecía legislativa. Es precisamente la piedra de la cual Flegetanis había leído el nombre en las estrellas, y que Kyot, por vía oral, había reconocido de inmediato. Como Trevrizent le decía a Parzival, “ella no ha cesado de ser pura”.



Septiembre 1958



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Fin del No. XXXI de la Serie de los “Propósitos Psicológicos”, anexado al Libro Negro de la Francmasonería, por instrucciones del Muy Venerable Gran Maestre Dr. Serge Raynaud de la Ferrière.



* N. de E.: Epígrafe agregado por el traductor Dr. David Ferriz Olivares al editar la traducción de Meyerbeer de este Propósito, en el Libro Negro de la Francmasonería.

*N.T.: “Aquello que estructura lo dado y lo cual requiere la idoneidad”

1El verdadero año, basado “científicamente” en el movimiento astronómico debe comenzar el 21 de marzo, equinoccio de primavera. El punto vernal sobre la eclíptica está marcado por el cero grado del signo del Carnero (punto de partida de la eclíptica).

Las costumbres cristianas, fijaron la semana santa al comienzo del año astronómico, pero debido a que la semana santa es fecha variable, fue adoptado también como principio de año el 1° de abril, y finalmente más tarde, el 1 de enero. Es por ello que subsiste la costumbre de hacer “farsas” el 1° de abril, ya que el año nuevo ha dado siempre lugar a entregas de regalos. Así mismo sucedía cuando el 1° de abril era el comienzo del año, y también cuando se cambió por el 1° de enero (fecha en la cual se hacían entonces los presentes). Quedaron las que se llaman aún hoy “falsas ofrendas” del día del “pescado de abril”, es decir, de hacer “bromas” en ese día, en memoria de los que creían aún que el 1° de abril era el día del año nuevo, y es así como se simula algo con el fin de “atrapar” a los crédulos.



2Ese “fin del mundo” es en realidad “el fin de un mundo” es decir el final de un ciclo, la marca de una nueva época, como el siglo, el milenio, o aun una Era.

* En el original francés solo consta la palabra Vaisseau (nave).

3 Desde 1128 reciben la plaza de Soure en Portugal; en 1130 la de Grañena en el condado de Barcelona. La primera Casa, cercana a los Pirineos fue fundada en 1136 en los estados del condado de Foix. Y fue solamente después de la Asamblea general de 1147 cuando se expandieron en el resto de Europa.

4Se aproxima esta expresión del Templo, la ordinatissima conversatio, a la de la logia francmasónica: “Los muy esclarecidos y los muy regulares”.

*N.E.: En la traducción del Propósito Psicológico XXXI, esta frase está presentada con el sentido contrario. En el facsímil francés está escrito: «…[ si même ce double caractère ne doit pas être interprété comme le signe d´une relation plus directe avec la source commune des deux pouvoirs. ]», lo que se traduce como lo presentado aquí.

5 El Libro de Instrucción del Caballero Kadosh, de Bedarride (Glotón, París, pág. 15).



6 Estudio preliminar acerca del Libro que reúne las dos Sabidurías de Nâsir-e Khosrav.

7En este marco estrecho, no nos es posible dar ni siquiera una ojeada al estudio de Hammer Purstall, Intitulado “Sobre la Caballería de los Árabes, anterior a la de Europa, y sobre la influencia de la primera sobre la segunda”.

8Hablamos de una Influencia en lo que concierne a los principios filosóficos, a una enseñanza similar en su esoterismo, a una tendencia a cooperar para el establecimiento de una gran familia humana, pero jamás porque haya tratado de un poder político que los templarios hubieran intentado establecer bajo las directivas del Islam.

9 La historia de la adoración del Becerro por el pueblo de Israel, no parece tampoco encajar aquí. Ante todo: el Becerro es “Ijl”, una figuración del Toro (Thawr), el cual es con el Hombre, el León y el Águila, uno de los cuatro “animales portadores del Trono y que en realidad son ángeles (Mla’ikah). Se comprende de inmediato que se trata de los cuatro signos fijos del Zodiaco: Toro (Ternero), León, Águila (Escorpión) y Aguador (el Hombre).



*N.E.: En el facsímil francés consta el término Météos=iniciación, pero las letras griegas μυέω se leen Myeo, lo que se traduce como “instruir sin palabras, iniciar”. Esta línea no consta en la Ed. Diana.



10Proviene de la decoración de la cubierta del cofre árabe de Essarois, donde se creyó ver la representación de “Baphomet”, la figura representada tan a menudo en las obras de ocultismo, y que sirve de ilustración a casi todos los artículos que fueron escritos sobre los Templarios. Es ese personaje, mitad hombre, mitad mujer, teniendo dos astas, sobre cada una de las cuales se puede ver el Sol de un lado, y la luna del otro; en la parte baja de la figura, una cabeza de muerto está enmarcada por la estrella de los Pitagóricos (de 5 puntas) y por la estrella de los Magos (de siete puntas).



11Es preciso notar que los templarios guardaban relaciones con los musulmanes hasta el punto de que Guillermo de Beaujeu tuvo la Información del Emir Salah que le permitió hacer saber a los señores de Acre, que el Sultán iba a venir a asediarlo. Pero no fue creído. Poco después del 5 de abril, el sitio comenzó y duró hasta el 18 de mayo. El Gran Maestro Guillermo de Beaujeu, después de haber combatido valientemente, fue muerto, y la ciudad conquistada después de una verdadera carnicería. Algunos templarios fueron salvados en dos navíos de la Orden con numerosos civiles, que fueron transportados a Chipre, mientras que muchos otros quedaron para batirse hasta la muerte. Al mismo tiempo, los templarios de la guarnición de Sayete, se constituyeron en capítulo general para elegir como Maestro a su capellán Thibaud Gaudin. Inmediatamente que fue nombrado, éste partió para buscar socorro en Chipre. No encontrándolo, permaneció en la isla, lo cual le valió ser acusado de cobardía. Sin embargo, poco después, todas las guarniciones se le reunieron y el reino de las cruzadas dejó de existir. No pudo reprochársele a la Orden haberse ablandado, envilecido y corrompido. Contra toda esperanza, sus caballeros habían resistido hasta el último minuto.